Opinión

La vida en un chip

Ha pasado el solsticio de verano, la mítica noche de san Juan, y no he saltado las hogueras. Con qué facilidad un virus puede poner fin a una tradición milenaria. Estamos indefensos. Tantos años soñando que habíamos construido un primer mundo con la fortaleza de un Goliat invencible, que nos habíamos pertrechado para cumplir el mandato bíblico de crecer, multiplicarnos y dominar el Universo, y ahora resulta que nuestro David no está fuera, que forma parte de nosotros y su honda puede ser invisible. La pedrada de un virus nos ha puesto en jaque. Llevamos casi dos años luchando contra él, creemos vencerlo cada mes y en cuanto bajamos la guardia se ceba con nuestra miserable humanidad. Ahora sabemos que este soñador mundo de los grandes avances sanitarios está en manos del oligopolio de unas pocas farmacéuticas, a las que Covidavid puede noquear y luego asesinar a millones de seres humanos. Incluso acabar con la especie.

Una de las lecciones observadas, en estos tiempos de pandemia, está en la endeblez de la soberbia de nuestra sociedad. Hemos pisado la Luna y Marte, sabemos de la composición de planetas lejanos, pero aún desconocemos cuantos secretos se ocultan en las profundidades de los océanos. Nos peleamos todos los días por el dominio político de un pedazo de territorio y cada noche contamos con un día menos sin valorar el poco tiempo que nos concede la realidad para gozar. La soberbia social, asociada con el capitalismo financiero, no nos permite calibrar las lecciones de la pandemia y ya hemos vuelto a las colas para amontonar ladrillos, para comprar los últimos modelos de coches y hemos salido disparados a fomentar los viajes en los que grabaremos nuevos videos inútiles para la desmemoria. No hemos aprendido nada sobre nuestra la soberbia.

Estamos atrapados. Y esto no es derrotismo. Fíjense lo que está sucediendo con los precios de la electricidad en España. La dependencia energética nunca había sido tan atroz como durante la pandemia. Las eléctricas han llenado las bolsas –como siempre- y a poco que el Gobierno ha puesto el grito en el cielo amenazando con recortarles las ganancias de sus fraudes nos están haciendo un boicot sin precedentes. Todo nuestro bienestar no es nuestro, lo administran cuatro compañías que, como el mercader de Venecia, nos lo cobra en libras de nuestra propia carne mientras gastamos indolentemente su crédito viendo basuras televisadas, contaminando con el aire acondicionado, cocinando, lavando, aspirando… con sofisticados electrodomésticos prescindibles.

Y, por si este memorial de despropósitos no fuera suficiente, esta semana hemos sabido que las grandes factorías de automóviles se han visto obligadas a detener las producciones por la falta de chips, también llamados semiconductores. Los cambios de hábitos durante los enclaustramientos han disparado las comparas de otros aparatos, que también funcionan con esos microsistemas, como sofisticados televisores, teléfonos de última generación, ordenadores y computadoras de toda índole… La inmovilidad detuvo el consumo de coches y propició la venta de los otros productos electrónicos. Entre otras, la consecuencia más sorprendente ha sido el desvío de la producción de chips a la fabricación de esos aparatos de abuso cotidiano.

El drama de los chips, también fabricados por un oligopolio internacional, acabará pareciéndose al del Covidavid. Caerán las ventas de automóviles por falta de suministros. Aumentará el paro como consecuencia del cierre de las factorías. Se ralentizará el consumo. Se estancarán las plusvalías… He ahí otro pequeño bicho, casi invisible, con un poder descomunal. Nuestra vida pende tanto de un virus o como de un chip. Tomemos nota.

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