Opinión

Esa pobre gente

Esta semana pasada se han cruzado sobre mi mesa papeles que hablan del vergonzoso abandono al infortunio de Afganistán y de la conmemoración, un 18 de agosto más, del asesinato de Federico García Lorca. El destino es circular y me ha empujado a pensar en la inquina persistente y antigua, que mueve ahora a los talibanes afganos y empujó ayer a los falangistas granadinos, con premeditada sed de muerte. Con toda certeza, las últimas horas del poeta han de estar repitiéndose por los pueblos y aldeas donde los vencedores de esta malversadora guerra internacional pisotean los derechos humanos y las voluntades de vivir en paz y libertad.

Lorca trató de escapar de la furia golpista refugiándose en su tierra y en la casa del poeta Luis Rosales, hijo de una familia ultraconservadora, cuyos esfuerzos no consiguieron librarlo de la muerte. Creía Federico que la amistad estaba por encima de las ideologías. Erró, como se equivocaron cientos de personas a quienes sus vecinos denunciaron y masacraron en los pueblos de aquella España en clave cainita. Estos días, en las emisoras de radio y televisión, hemos escuchado las voces de intelectuales, profesoras, deportistas, universitarias, artistas… pidiendo auxilio desde sus refugios afganos, temiendo a la sinrazón del terror de los propios conciudadanos.

Federico o Miguel Hernández son hoy símbolos nuestros, consagrados por su valor intelectual y humano. Pero a su par murieron miles de personas anónimas olvidadas en la soledad de las cunetas y junto a las tapias de los cementerios. Los reflejos de aquellos espejos gritan estos días en Afganistán mientras el aeropuerto de Kabul es una esperanza similar a los barcos que partían de Levante hacia el exilio mexicano, argentino, francés… Después el mundo democrático buscó el conformismo en las falsas buenas intenciones de la voz atiplada del generalito, a quién no tardaron en reconocer y “ayudar a reconstruir” cuanto los suyos habían propiciado destrozar. 

Hoy los talibanes juegan la misma partida hipócrita para no perder los miles de millones de ayudas con los que vive el séptimo país más pobre del mundo. Y lo indignante, si hacemos caso a las palabras dichas entre líneas en el G-7 y otros foros económicos, a poco que el nuevo Gobierno talibán se muestre oportunamente amable, seguirá recibiendo el 80% de su economía en ayudas de EE.UU., de la U.E. y hasta de UNICEF, que representan unos 4.300 millones de euros anuales. Además el gobierno de Donald Trump ya se comprometió con los talibanes en febrero del 2020, mediante el acuerdo de Doha en Qatar -bases de la rendición-, a no bombardear las plantaciones de opio durante la retirada, principal fuente económica de la región. No tardaremos en ver a los talibanes con sus kalashnikov cobrando peajes al paso de las mercancías para financiar el terrorismo internacional. Su guerra santa. Y nos sorprenderán los nuevos gobernantes recibiendo a presidentes de estados democráticos, como ya ha adelantado el pasado lunes el director de la CIA al reunirse con el líder talibán Abdul Ghani Baradar en Kabul.

Mientras se llega a ese macabro juego del negocio político, pienso y sufro por los nuevos Lorca y Hernández, por las infinitas 13 rosas, por los homónimos de mis abuelos Isabel y Antonio… por esa pobre gente que vive las mismas tragedias de nuestro ayer, salvando las diferencias temporales y culturales, pero con idénticos resultados y padecimientos. El eterno retorno de Nietzche sigue aliado con el destino. Pero en esta encrucijada concluyo que la moralidad de la especie humana está irremediablemente de saldo.

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