Opinión

Una defensa y un ataque

No parece cosa fácil de entender para intérpretes exteriores que una buena parte de un país tenga que salir a la calle y movilizarse para defender su orden constitucional. En un territorio tan dado a mudar ordenamientos jurídicos y cartas magnas como el nuestro, alcanzar uno lealmente consensuado y aceptado por el noventa por ciento de los españoles como el de 1978, es un triunfo si hacemos memoria y repasamos nuestros tres últimos siglos. Un triunfo que ahora toca defender desde la calle lo cual es un absoluto disparate imposible de producirse en cualquier otra nación de nuestra órbita. Desde  la aprobación de la elaborada por las Cortes de Cádiz en 1812 nada menos que ocho textos constitucionales se han ido sucediendo. Tras la Pepa llegó el Estatuto Real de 1834, cuya pretensión fue dulcificar la constitución gaditana y contentar a los que exigían rehabilitarla.  En 1835 y exigida por el motín de los sargentos de la Granja, María Cristina solicitó al Parlamento una modificación más audaz del estatuto anterior. Aguantó hasta 1845 cuando los moderados comprendieron la necesidad de impulsar un nuevo texto que regulara los fenómenos sociales, políticos y administrativos producto de la nueva España neoliberal posterior a la I Guerra Carlista. Llegó luego la de 1869 que otorgó respaldo jurídico y sustento político y legal a la Revolución Gloriosa de septiembre de 1868, a la que sustituyó en 1876 la que amorosamente elaboró personalmente Antonio Cánovas en cordial entente con el ala progresista de Sagasta para dar sustento a la monarquía de Alfonso XII. Con ella fue el país gobernándose sin grandes trabas hasta la elaborada por la II República en 1931. La guerra Civil y el triunfo franquista acabó con ella y dejó sin Constitución al país hasta 1978 cuando los nuevos tiempos a la muerte del dictador, y  la nación que brotaba plenamente comprometida con la democracia y la libertad, facultó a varios españoles de bien para elaborar una nueva que nos ha servido con justicia y lealtad.
El problema, sin embargo, como ha entendido algo más de la mitad de la población del país,  no es modificarla y establecer las enmiendas necesarias para dar cabida a las apetencias dictadas por el siglo nuevo. El problema es defenderla. Y ese es el drama. 
La calle se ha manifestado. Reflexionar sobre la situación es lo que toca.

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