Fernando Ramos
La manipulación política de la denuncia contra Suárez
Este año se cumplen cien años desde que Adolf Hitler publicó la obra que había comenzado a escribir en su celda de la prisión de Landsberg, tras el fallido golpe de Estado de Múnich en 1923. Lo que nació como un testimonio de revancha y resentimiento terminó por erigirse en uno de los textos más demenciales y peligrosos de la Historia. Esta obra, que tituló “mi lucha”, fue concebida como una amalgama de delirios nacionalistas y racistas que preludiaban la barbarie que iba a enseñorearse de Europa bajo su mando. Es imposible leerla sin consternarse ante la furia desatada en sus páginas y la deshumanización de todos aquellos a quienes el futuro Führer consideraba indeseables.
En Mein Kampf, el pintor frustrado austriaco se desahoga con expresiones atroces, calificando a los judíos de “bacilos”, “parásitos” y “la personificación del diablo”. Sus diatribas, que mezclan odio racial con obsesiones personales, revelan una mente anclada en la convicción de que la Historia no es más que una eterna guerra de razas, que aborda desde la perspectiva escatológica y maniquea de un simplista. Ese simplismo prenderá como la pólvora en una masa social empobrecida, derrotada y humillada en su orgullo colectivo. La cosmovisión de Hitler, con su retórica febril y sus fantasías paranoides, no es sino una proyección de sus propias frustraciones, que conectan con la de esa sociedad y le aportan una épica tocida pero efectiva como argamasa para su esfuerzo colectivo y colectivista. Esa prosa inflamable y maniquea se combina con un dogmatismo que deja poco espacio a la duda o la razón: el adversario político es el enemigo mortal, el judío es la encarnación del mal, la “raza aria” es la cúspide de la humanidad. Así, a pesar de su estilo tosco y a menudo confuso, el libro encontró eco en millones de lectores que veían en él la promesa de una redención nacional. Cuando Hitler accedió al poder en 1933, el texto se convirtió en lectura socialmente obligada para los militantes del Partido Nacional Socialista Alemán del Trabajo, y en regalo de bodas habitual. Con ello, Mein Kampf pasó de ser un desahogo personal a una lucrativa fuente de ingresos para su autor. Se calcula que Hitler obtuvo varios millones de reichsmarks gracias a los derechos de autor y a la compra obligada de ejemplares. Sus delirios se convirtieron en un negocio próspero, sostenido por la maquinaria propagandística del Reich.
No puede obviarse el influjo siniestro que ejerció esta obra en sus seguidores. Mein Kampf alimentó el culto a la personalidad de Hitler y dio forma a la épica del nacionalsocialismo: el “martirologio” de los caídos en el Putsch de Múnich, el mito de la “bandera de sangre” y la retórica mesiánica que prometía a Alemania un destino grandioso. Las páginas de Hitler, salpicadas de anécdotas sobre el despertar de su conciencia política, sirvieron de base ideológica para legitimar la violencia y el terror. Se cultivó un fervor no muy diferente del religioso. En su peor expresión, ese fanatismo halló en la aniquilación de los “enemigos del pueblo” el mandato supremo.
Pero el delirio racial y mesiánico de Mein Kampf no brotó en el vacío. Ya en el siglo XIX, el movimiento Völkisch (populista) había sembrado un imaginario de pureza étnica, mitos paganos y nostalgia por un pasado idealizado. Hitler sólo retoma y extrema estos elementos, combinándolos con un antisemitismo ancestral. La idea de la comunidad orgánica del Volk, de la nación como cuerpo homogéneo, casi de clones, es una constante en sus páginas. Pero lo más peligroso del texto de Hitler es su fusión del romanticismo nacionalista con la promesa de un Estado totalitario capaz de imponer la utopía.
En este punto, resulta inevitable comparar la metodología de Hitler con la de su gran rival ideológico, el comunismo estalinista. Ambos compartían la obsesión por la pureza, por la funesta idea colectivista de “pueblo” y por la planificación total. Ambos exigían lealtad ciega y justificaban la violencia como medio de regeneración social. En ambos la propaganda, el culto al líder y la aniquilación sistemática de los disidentes eran esenciales. Mein Kampf y las obras de Stalin pueden parecer opuestas en el plano ideológico, pero sus llamamientos a la movilización total, su desprecio por la vida humana y su visión de la política como lucha implacable los hermanan en lo fundamental y los sitúan por completo fuera del sistema de ideas y de gobernanza emergido de la Ilustración liberal de Occidente.
¿Cómo comprender hoy que un texto tan abominable haya seducido a millones de personas hace apenas un siglo? La respuesta no reside sólo en las palabras de Hitler, sino en la crisis de su tiempo y la revuelta contra el liberalismo desde ambos extremos. Mein Kampf ofrecía una narrativa que transformaba la frustración en el acicate para un destino heroico. Al cumplirse el centenario de su publicación, Mein Kampf sigue siendo un ejemplo de la capacidad que tienen las palabras para encender los peores instintos identitarios de las masas informes y maleables, desatando una fuerza devastadora contra la Libertad.
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