Opinión

Pero sigo siendo el rey

Felipe VI ha cumplido con su obligación regia de declarar la solemne sesión de apertura de la XII legislatura en un hemiciclo del Congreso abarrotado de representantes parlamentarios heterogéneos. La puesta en escena ha estado a la altura de una de las instituciones del Estado más anacrónicas, privilegiadas y alejadas del principio universal de igualdad, por mucho que la monarquía parlamentaria sea la legítima forma política de gobierno que nos hemos dado los españoles, y La Corona esté forjada en el material más duro e indestructible que se conoce: la dificultad de un procedimiento para la reforma constitucional enmarañado y la todavía más rígida y hierática mentalidad de quien tiene la potestad –pero no la voluntad- para modificar uno de los pilares de la Constitución Española. 
Por eso la nueva y flamante familia real se ha presentado en la Cámara Baja al completo, con la pompa y majestuosidad que la ocasión se merecía, para que el Jefe del Estado pronunciara, desde el respeto hacia quienes encarnan la soberanía popular y el convencimiento en los valores democráticos, el discurso más típico y apropiado para escenificar el paripé de siempre. En su descargo hay que reconocer que era posiblemente lo único que podría decir para no hacer temblar los cimientos de la institución que representa, lo que se conoce vulgarmente como salvar el culo; unas palabras que valen para cualquier ocasión y para arrancar los aplausos de los monárquicos y de aquellos otros a los que ni chicha ni limoná, ni monarquía ni república, pero que habrán sonado vacías y grandilocuentes para los acérrimos enemigos de los tronos. 
El Rey ha pedido diálogo, responsabilidad, generosidad y debate constructivo, para que desde el respeto y el entendimiento se trabaje por un patrimonio común construido por todos y desde el que se debe seguir edificando un futuro compartido. Le ha dado lustre a diputados y senadores, nombrándoles como la voz del pueblo y haciéndoles depositarios y garantes del porvenir del Estado de Bienestar. Ha apelado a la voluntad y capacidad de llegar a acuerdos, de lograr la mayor concertación en cuestiones básicas y a la necesidad imperiosa del compromiso de todas y todos con el interés general, para resolver los problemas de las personas desde el respeto y observancia de la ley, cuya supremacía asegura la igualdad de todos los ciudadanos. Igual da.
Hasta los más alejados de tanto entusiasmo estarán de acuerdo en que han sido palabras y valores tan reales como puños. Ni Pablo Iglesias arremangado ni Errejón de chaqueta se atreverían a negar la mayor parte de las bondades de una intervención adecuada para cualquier ámbito y ocasión, hasta bodas, bautizos y comuniones. Como el vestido de la reina, que había lucido antes en un par de oportunidades –gesto de humildad-, el discurso del Rey vale, como mínimo, para el mensaje de Navidad, aunque sea desordenando los párrafos.
En resumidas cuentas, nada nuevo bajo el sol. Apoyos entusiastas y reconocimiento generoso de los partidos clásicos y conservadores que no tienen sangre en las venas, y crítica y reproche de los nacionalistas y representantes de la nueva política que no tienen sangre azul. Muchas gracias por venir, su majestuosa Majestad y por tan bonitos y enjundiosos palabros; ahora marche que ya nos “puteamos” entre nosotros y de paso aburrimos a millones de ciudadanos. 
Y el Rey, elegido pero solo por el destino, gustando a muchos pero sin convencer a todos, lejos de quedar pasmado volverá con el deber constitucional cumplido a sus cosas palaciegas, y seguirá siendo el rey. Y nosotros, pobrecitos, procuraremos como siempre hacer lo que decía otro rey, más indiscutible e incuestionable –Elvis Presley, The King-: “cuando las cosas vayan mal, no vayas con ellas”.

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