Opinión

En el corredor de la vida

Hoy la he visto luchando contra el miedo en el corredor de la vida. Me he sentado a su lado. ‘Que guapa estás’, le dije. ‘¿Y cuándo fui yo fea?’, sonrió. Hablamos. Sin apenas pausas, para que no nos diera tiempo a preguntarnos. Evitando las palabras solemnes, como ‘Dios’, ‘amor’, ‘futuro’, ‘familia’, ‘vida’, o ‘muerte’. El uno en el otro la mirada, en un determinado momento, juntamos nuestras manos. ‘Hay que ser valientes’, murmuré. Y pensé en la valentía del soldado que ha de enfrentase a sí mismo;  que combate en un campo de batalla minado de células anti persona; que se desgañita gritando ¡venceremos! sin saber muy bien a quién, sin saber hasta cuándo ha de luchar, sin saber qué ha de hacer para que no le sorprendan distraído y le ganen sus demonios. 
 Había mucha gente en la consulta. Caras nuevas. Sonrisas tímidas. Miradas frágiles. Suspiros íntimos. Como siempre algunos conocidos ya no estaban. Segura incertidumbre. Silencios cómplices. Nada de echarlos en falta. Ni mencionar su nombre. Las pantallas que anuncian nuestro turno repartían sus guarismos. Los neones alumbraban nuestras ansias. A ella le tocó en primer lugar. ‘Suerte’, he dicho casi avergonzado. ‘Igual’, me contestó. Pero veo su deterioro. Parece una anciana. Ya va en silla de ruedas, vencida por la quimio, vencida por la enfermedad, vencida por la fatalidad, no por la vida. Apenas 45 años. Siento ganas de pedirle perdón por sentirme bien. Hace tiempo que luchamos juntos. Aun así, nadie puede ocupar el puesto de otro. Es una lucha individual, cuerpo a cuerpo con la suerte aciaga.  
 Luego la he visto, ya sentada, en la silla de la destrucción masiva. El color cetrino de la sangre envenenada. La boca descolgada en una mueca de fastidio. Los tubos del goteo, las bolsas con las fórmulas, el cóctel de la quimio. ‘¿Qué mierda es esta que nos meten en las venas?’, bromeó. ‘Que prueben con los yonquis –sugerí - seguro que se les quitarán las adiciones’. Las enfermeras ya nos conocen. Hacen que todo parezca un juego de mentiras. Y nos ofrecen zumos de buen rollo y bocadillos de cariño. Y nos sonríen por nuestros propios nombres. Y nos tratan con el respeto –mutuo- del olvido. Nadie pregunta. Nadie sabe, ni quiere saber, de plazos ni de curaciones. 
Yo terminé primero la sesión. ‘Nos vemos -le dije-  dentro de 15 días’. Me guiñó una ojera tumefacta. ‘Ánimo’, volví a repetir. ‘Estás muy guapa, en serio’, y mentí por segunda vez como un San Pedro. No se puede compartir el dolor de este calvario. Ni el miedo. Ni siquiera el cantar de una saeta. No se trata de rezar. Ni de fingir que no se reza. No se trata de querer ser o no ser quienes no somos, se trata de no querer quienes somos: un par de enfermos de cáncer con metástasis.  
 Al salir, nos hicimos un gesto con el alma. Color violeta, como los colores de la Semana Santa que ha pasado; quizás de alivio, por el hecho de volver a vernos. Y, con una ramita de sonrisa entre los labios –quizás de olivo, quizás de esperanza, quizás porque aún no es primavera en el valle umbrío de la pena y las alegrías no florecen- nos despedimos. Otros han faltado a la cita. Ambos lo sabemos. Pero ambos nos hacemos los suecos. Los toreros. Los gallegos, en mitad de la escalera de la vida. Ánimo, amiga mía. No te rindas.

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