Opinión

Curiosidades entre los maoríes

Los ingleses nunca llegaron a someter a los maoríes, guerreros corpulentos y aguerridos

Uno de los nombres más eufónicos y hermosos que conozco es el topónimo que los maoríes dan a su país. Le llaman Oateoroa, que se pronuncia como si fuese una brisa fresca, un estremecido aliento de ellos mismos, su propia alma, pues no otra cosa es el alma sino un aliento estremecido.
Oateoroa quiere decir el país de la larga y blanca nube en referencia, diría yo que algo más que probable, a la que siempre parece estar cubriendo las dos islas principales que lo componen. Si me lo permiten, hoy hablaremos de ella. Así que allá vamos.
Los ingleses nunca llegaron a someter a los maoríes, guerreros corpulentos y aguerridos, fieros en el combate, persistentes en la amistad y en los afectos. Nunca los vencieron. Por eso, como son unos perfectos hijos de la Gran Bretaña, firmaron con ellos un tratado que, en su versión en lengua indígena, decía unas cosas mientras que en la lengua de su graciosa majestad británica sostenía, al parecer, poco menos que todas las contrarias; es decir, una para enseñársela a ellos y otra para aplicarsela.
Cuando los maoríes cayeron en la cuenta reclamaron ante los tribunales británicos y, como al fin y al cabo los ingleses son unos perfectos gentlemen, estos les vienen dando la razón desde hace tiempo manifestándosela en cantidades de dinero o de tierras a modo de indemnización por haberlos colonizado y convertido en miembros de la Commonwealth. 
Los maoríes de la isla norte prefirieron dinero y hoy componen una minoría selecta y culta compuesta por médicos, abogados, arquitectos y profesionales liberales de todo tipo, ingenieros y profesores universitarios, mientras que los de la isla sur optaron por las tierras y ahora son otra elite de empresarios de éxito capaces de sostener una llamémosle dirección general de política lingüística que para nosotros la quisiéramos por aquí. 
Con tanto dinero como tienen se han dedicado a construir colegios bilingües en los que, menos en inglés, pues consideran que es un idioma establecido y firme, dan clases a sus alumnos en francés y maorí, en unos; en maorí y alemán, en otros; en maorí y español en otros más y así en distintos idiomas y colegios. Imagínense la potencia intelectual que acabará siendo Nueva Zelanda al cabo de los años.
Esos colegios, como los marae, sus antiguos poblados indígenas, están situados en lugares elevados debidamente protegidos con una empalizada. La primera vez que me admitieron en un marae, abandonamos los coches en un aparcamiento exterior a ella y nos fuimos acercando a pie mientras las mujeres que me acompañaban ritualmente, profesoras universitarias todas ellas, algunas con las caras tatuadas al modo tradicional, empezaban a cantar.
Me explicaron que, en sus cantos, explicaban a los que esperaban dentro que se acercaban con un extranjero, advirtiéndoles de quién se trataba y de que intenciones mostraba. Cuando terminaron les contestaron desde el interior del poblado recabando otras respuestas y, así, entre cánticos nos fuimos acercando hasta el portón de entrada. Allí culminaron los cantos con uno en el que al parecer se me admitía. Y entramos hasta lo que propiamente es el marae, una construcción típica maorí en la que celebran sus ritos y reuniones, velan a sus muertos y consideran el cerebro y el corazón de toda su vida colectiva.
En el lado izquierdo de la explanada que precede a la entrada de la casa ritual esperaban los que habían contestando cantando desde el interior; delante los más ancianos detrás de ellos, el resto. Nosotros nos sentamos en el lado derecho.
Entonces se levantó un anciano y empezó un discurso de bienvenida que duró unos diez minutos. Lo hizo en maorí, de forma que no entendí nada. Cuando terminó me dijeron en que había consistido su intervención y, cuando creí, que todo había concluido ahí, todos juntos empezaron una canción. ¡Qué bien cantan a coro los maoríes! Recuerdan las melodías propias de la polinesia. Cuando terminaron su canción, se levantó otro anciano y, una vez que terminó, cantaron otra canción y así hasta la extenuación pues aquello superó con creces la hora y media de duración. O así me lo pareció.
Cuando terminaron me fue indicado que en ese momento me tocaba hablar a mí. Violenta situación que solucioné respondiéndoles en gallego. El problema es que una vez concluido mi discurso, cuando me disponía a sentarme, me fue indicado que ahora debería ser yo quien cantase. Para que se hagan una idea, cada vez que de niño me ponía a hacerlo mi padre me decía: “¡Cala, coño, que non cantas, orneas!” Imagínense el papelón. Opte por cantarles una hermosa cantiga gallega del S. XVI (“Se vas ó convento de Herbón…!”). Lo curioso fue que aplaudieron al final. El mundo les es asaz curioso.
A los pocos días, después de haber bendecido la edición inglesa de “Xa vai o Griffon no vento” por el rito maorí me llevaron al colegio en el que se enseñaba español. Y la misma historia. Aparcamos en la explanada anterior, subimos andando mientras las mujeres cantaban y ya supe que tendría que cantar una vez que me hubiesen dado la bienvenida ritual. Así fue. Ya no recuerdo que fue lo que les canté. Al finalizar suspiré aliviado.
Grave error el mío. Fui recibido, aula por aula, en aquel colegio inmenso y en cada de una de ellas fue repetido el ritual, discurso-canción, discurso-canción, de forma que acabé cantando clavelitos, se vas á festa de Velle e virás aburrido, comerás castañas asadas e leite fervido el vino que tiene Asunción, fun polo aire e vin polo vento, polo rió abaixo vai unha troita de pe. Non se me ilusionen, funlles moi aplaudido. Os maoríes sonlles xente foi saludadoriña e educada.
En cambio a lo que me acostumbre en seguida fue al beso maorí. Consiste en poner frente contra frente, hacer que las narices de uno y otro se rocen en sus puntas y, una vez así, inspirar al tiempo el mismo aire. Domenech e Iglesias hubieran dado mucho más el golpe de haberse besado así en el Congreso.

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