Opinión

Cuestiones de la nomenclatura

Amancio Ortega, a quien no tengo el gusto, cumplió ochenta años. Me alegro. Ojalá le vea cumplir otras dos décadas. Significaría que el habría alcanzado los cien años de su edad, que yo le deseo llenos de salud y bienestar y que, no es por presumir, yo andaría por mi novena década; lo que tampoco estaría nada mal.
De resultas de la celebración circuló por las redes sociales un vídeo en el que, ese coruñés de Zamora, o de León, que no lo tengo claro, pero gallego desde hace ya tantos y tantos años, se deshacía no sé si en llantos o en sollozos, cogido de la mano de su hija pequeña mientras caminaba en medio de la gente que trabaja para una industria que él creó surgiendo de la nada.
Soy de los que recuerda los tiempos de “Galicia Moda” aunque, a la postre, no resulte improbable que falle al citar nombres, omitiendo unos, resaltando otros, atribuyendo a aquellos los méritos que son de estos y restándoselos a quienes realmente los merecen. Pero así de frágil es la memoria, así de atrevido el ánimo de recordar intentando ser medianamente justo. Ya se sabe, una forma elegante de ser medianamente injusto y de hacerse perdonar por ello.
Todo viene de muy atrás, sin duda. Recuerdo mis primeros pantalones con cremallera fabricados por Pressman que yo creí de importación y resultó que habían sido hechos en Galicia. Sucedía en los tiempos de Corteman’s y otras fonetizaciones sajonas, que era lo que entonces se llevaba. Más tarde el mimetismo de lo foráneo empezó a cambiar tímidamente. Todavía conservo, en estado de buena conservación y perfecto uso, una gabardina de la marca Tambre que, si no me equivoco, es de confección sino estradense, sí próxima. Ya tiene más de treinta años.
Con posterioridad empezaron a surgir empresas de nombres italianizantes -D’Aquino y Verinno, que parecían querer eludir la exacta procedencia de sus productos: uno “d’aquí no” era y otro de Verín-no procedía- mientras que otros optaban por lo exótico –Cafre, de Armando F. Regueiro- o optaban por lo dulce -Caramelo, de Javier Cañas- de modo que algunas de estas firmas se mantienen y otras han ya desaparecido como caramelos en la boca.
No puedo precisar si antes o después empezaron a surgir los que decidieron poner sus nombres a las prendas que elaboraban. Ahí quedan el sello “Florentino” que nada tiene que ver con Florencia, sino con Lalín, en donde tal firma se ubica desde hace ya cincuenta años y con Florentino Cacheda que es de ese mismo pueblo, de LaLín; del mismo Lalín al que tanto ayudó a crecer el llorado Pepe Cuiña. Otro es “Adolfo Domínguez” el hijo del dueño de la Sastrería “El Faro” que todos los orensanos viejos recordamos, yo entre ellos, claro, pero también y además a Ada, la hermana de Adolfo, por quien bebí los vientos durante mi adolescencia. Vientos que sin embargo siempre contuve porque ella los bebía por Moure, un compañero mío del bachillerato. Los dos ya se nos han ido, ahora puedo contarlo. En fin, cosas para irnos situando.
Lo que los cursis llamarían el boom de la moda gallega empezó a fraguarse, creo yo, quizá equivocadamente, aunque lo dudo, cuando Luis Carballo, por un lado, y Ramón Díaz del Río por el otro coincidieron en sus afanes. El primero creando o potenciando el eslogan “la arruga es vella” que elevó a Adolfo Domínguez a los altares y el segundo dándole fuerza a todo el conjunto desde sus responsabilidades como conselleiro de industria del segundo gobierno de Fernández Albor induciendo una política que habría de ser seguida por Santos Oujo durante el breve pero efectivo mandado de González Laxe. Quizá Moncho Corde Corbal, el de “El Cercano” que fue el modelo que prestó su imagen a la marca “Adolfo Domínguez” pudiera, además de corregir mis errores ampliar la información en este y aun en otros y necesarios sentidos.
Pues bien, en medio de todo ello, en medio de lo que se llamó “Galicia Moda” –gracias a una política gubernamental sabiamente dirigida por Díaz del Río- resumida en la revista del mismo nombre -¿dirigida por Luis Carballo?- a la que tanto se le debe junto con aquellas galas denominas “Luar”, empezaba a asomar la firma Inditex a la que todos solíamos referirnos, con cierto e ignorante desparpajo y una solemne estolidez, alardeando de ser conocedores de que se dedicaba a la fabricación de batas de guata muy propias para marujas y a muy poco más. ¡Carajo, cómo acertamos! Desde entonces a hoy, media un mundo. Un mundo que no es necesario resaltar de ningún modo porque está ahí y precisamente todo el mundo lo contempla.
Ahora el artífice del prodigio ha entrado en la octava década de su vida -la década prodigiosa, espero- y en todo el mundo miles y miles de trabajadores de sus industrias distribuidas por docenas y docenas y más docenas de países se han congregado para desearle el bienestar que se merece, felicitarlo por la edad y por el éxito alcanzados. Lo hicieron sin necesidad ninguna de tener que fletar autobuses para ello, ni repartir bocadillos o dietas, para asegurarse una concurrencia que es evidente que surgió, ya que no de forma espontánea, debida a la acción y al deseo de la hija pequeña del que hoy nadie considera un venerable anciano; es decir, de un modo unánime en la manifestación del aplauso y la canción que sonaron cabales y bien acompasados.
Nosotros, los gallegos, tenemos que congratularnos de que haya sido así. Amancio Ortega, que no es gallego nación, sino de León o de Zamora, que dudas tengo y no sé como eludirlas, ha ayudado de forma determinante y decidida a situar en el mapa universal el país que lo acogió para darle alas a una capacidad creadora, la suya, independientemente de políticas y ayudas, caminando en solitario sin dejar por ello de ser absoluta y completamente solidario con la sociedad en la que da toda la impresión de sentirse muy pero que muy a gusto. Lástima de otros catorce como él para que este país fuese definitivamente otro.

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