Opinión

Cultura y rentabilidad

El otro día, en un periódico madrileño, leí una semblanza de James Baldwin que me hizo evocar su presencia en A Coruña, allá por el ya lejano 1985.Vino a un curso de la Universidad de Verano Menéndez Pelayo que dirigí en la ciudad que fue sede de la embajada inglesa en Galicia durante la llamada Guerra de la Independencia; guerra que otros conocen como Peninsular. Algunos de los que leyeron “Azul cobalto” creyeron que era una fabulación propia del novelista que soy. Pero estaban equivocados.
Seré un frívolo pero lo que más y mejor recuerdo de Baldwin son las yemas de sus dedos tecleando, palpando, se diría que uno por uno, los pimientos de Padrón. Los devoraba en todas y en cada una de las comidas que realizó en aquellos días. No sé si lo hacía así para señalar una propiedad que evitase lo que él consideraría un expolio llevado a cabo por cualquiera que osase acercar su mano a ellos. Nadie lo hacía. Imagínenselo y piensen si a ustedes les apetecería hacerse con uno cualquiera de ellos.
Seguiré siendo un diletante, pero no recuerdo su conferencia; ni las conversaciones que mantuvimos, no muchas, pues Baldwin solía desaparecer una vez entrada la noche y por el día uno estaba ocupado en la organización de todo. Recuerdo, sí, un grupo de adoradoras coruñesas del escritor yanqui embelesadas antes su presencia; rubia, una de ellas, hermosa como una valquiria, en contraste acentuado con la negritud y la homosexualidad del autor de “La habitación de Giovanni” y, acabo de leerlo en la semblanza suya hecha por Darío Prieto, amante circunstancial de Gil de Biedma.
Fue un curso digno de ser recordado. Claude Simon, que habría de ser Premio Nobel, también fue convocado. Incluso le fueron enviados los billetes de avión que, en última instancia, cambio por otros que lo llevaron a Helsinki, según me dijeron, a ver una novia que allí tenía. Recuerdo a otra gente, a Juan Benet, por ejemplo o, incluso a Luis Suñén, el único amigo madrileño que, al cabo de diez años de haberme venido mal dadas, no me reabrió la puerta de su amistad una vez llegada la humorada que me dio de comprobar quienes la reabrían y quienes no. Debe ser algo calvinista.
Sin embargo yo no iba a eso, iba no tan solo recordar, sino también señalar que Darío Prieto, en su semblanza de “Incómodos”, habla del profundo anti-intelectualismo de la sociedad yanqui del tiempo de Baldwin; un anti-intelectualismo que, disfrazado de igualitarismo y de rechazo de las élites, consigue infravalorar los logros intelectuales y artísticos a favor de los éxitos económicos, por decirlo con las mismas palabras que él lo dice.
¿Será este anti-intelectualismo que padeció Baldwin en su tiempo, el mismo que está padeciendo ahora la sociedad en la que vivimos los españoles? Este para mi injustificado y perenne afán de hacerlo todo “rentable” que nos invade habrá nacido, un suponer, de un inefable odio hacia todo lo que suene a cultura, hacia todo lo que suene a ilustración, hacia todo lo que pueda significar prevalencia de un sistema de valores en el que lo último que se le ocurriría repetir a nadie sería aquello de “menos latín y más deporte” pronunciado que fue en su día por aquel inefable ministro secretario general del Movimiento, nacido en Cabra, conocido como “la sonrisa del Régimen” y llamado José Solís Ruiz? Ustedes dirán.. 
El latín y el deporte no están reñidos en absoluto, pero si uno sigue por esa senda, una vez abierta, se va a encontrar indefectiblemente con que la Sanidad va haber que hacerla rentable, la Educación va a haber que hacerla rentable y, a nuestros científicos e investigadores, va a haber que dotarlos de la imprescindible “movilidad exterior” que los traslade al extranjero de modo que este país acabe siendo el paradigma de las diversas concepciones del “Sálvame”, del “Sálvame Naranja” y del “Sálvame de Luxe”
La Sanidad, la Educación no tienen por qué ser rentables, es suficiente con que sean eficaces. ¿Cuál es la rentabilidad de la Cultura? ¿Qué cultura es la que tiene que ser rentabilizada? Este país no sería el que es sin el barroco de la fachada del Obradoiro, sin el románico o sin los pazos; tampoco sin Cunqueiro o Valle –Inclán, sin Blanco Amor o Parada Justel; sin Xaime Quessada o Ramón Otero Pedrayo, Vicente Risco o el Plan Marisquero de Galicia,; por supuesto que tampoco sin Amancio Ortega o la familia Teijeiro, sin Franqueira o Barrié de la Maza y sin tantos y tantos otros. Aquí no sobra nadie y todos, absolutamente todos, somos necesarios, desde el primero hasta el último. Incluso hasta el último nombre del nomenclátor cultural. Por eso se equivocan aquellos que disfrazan de igualitarismo y rechazo de las élites su larvado anti-intelectualismo. Lo hagan desde la izquierda o lo lleven a cabo desde esa derecha que nunca se encontró a gusto entre intelectuales y gentes de la cultura.

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