Opinión

Un hombre contempla la cebra bajo sus pies, pero prefiere dos caballos

Mi amigo, ya maduro, se ha motorizado hace poco y recuerda sus aventuras de peatón. Me contó lo que le ocurría en un cruce, el de Maceiras (Teis), donde no son tantos los conductores que se “comen” el paso de cebra, pero un grano hace granero y el silo rebosará. Total, que Juan –así se llama- ha adquirido la costumbre de gritar un “ostentóreo”, palabro que me recuerda a Jesús Gil, cuando quizá quería decir “estentóreo”, poniéndole un es y no os, antes de “tentóreo”, que en castellano no significa cosa alguna, al menos que mis diccionarios. 
Aclaramos que en contra de lo que dice nuestro titular, lo que puede uno contemplar no es una cebra de zoo, sino un paso de idem.
Mi amigo dice que grita al infractor, cuando abusa: “¡¡Gracias!!”. Según el testimonio, nadie ha detenido el vehículo para pedirle una explicación. “Lo tengo estudiado hace mucho tiempo, le daría las gracias al que se saltara o invadiera a destiempo el paso de peatones” y Juan me dice: “Si llegara a parar, le diría que mi gratitud se debe a que, pudiendo haberme matado, no lo ha hecho”. Juan es sincero y añade que, por si acaso, no le largaría tal sutileza al conductor…Mas bien escaparía corriendo, no fuera a ser que como poco le partieran la cara después de averiguar su pensamiento. Oir decir “gracias” a los supuestos increpados, está por llegar por primera vez.
Y es que hay conductores iracundos, en algunos casos conducir fomenta la irascibilidad y esta, en ciertas ocasiones, alimenta la violencia de quien va solo, encerrado unas horas en un automóvil capaz de alcanzar una velocidad muy superior a la que la autoridad permite, sea en la ciudad o en camino rural, la carretera, la autovía o la autopista.
El nuevo vigués motorizado no recuerda donde lo escuchó, pero sí el mensaje: “Es mas difícil organizar el tráfico en una ciudad –dice- que viajar a la Luna”. No recuerda quien dijo tan inteligente frase ni en que fecha. El ahora citado sin nombre –matizo- tuvo que decir su atractiva disquisición antes del veinte de julio de 1969. Fue entonces cuando Armstrong y Collins hollaron, o sea, pisaron la superficie del satélite. “Y entre tanto –dice Juan-, Jesús Hermida, desde la Tierra nos hizo estar en la Luna, que es que con el no te enterabas de lo que pasaba. El presentador se consagraba con su tupé, sus manotazos, ese verbo relamido y retardado. ¡Ay, Jesús!, y me refiero a Nuestro Señor”.
Propongo a mi amigo que aclare lo de los caballos del título de este artículo. “¿Relinchan? ¿son dóciles?, ¿acaso tiran al jinete por encima de la cabeza del equino?”. Juan, que lo ha liado, lo aclara todo: “La potencia no es de caballo, sino de 2CV, aquel portento de coche que hizo Citroën Hispania. ¡Lo que disfruté con Gracita Morales en el papel principal de `Sor Citroën´! La repusieron el último fin de semana  en La 13, esa teuve con capital participado por la Iglesia, que ya hay que tener valor para llamar trece a algo, con el mal fario que aseguran tiene el numerito”. A servidor le  importa tan poco, que a veces paso por la Administración de Loterias y etc, que es la trece.
Me siento obligado a hacer una precisión: “Convendrás conmigo que una película como esa, antigua hasta el extremo de  presentarnos  jóvenes a la Morales y a Rafaela Aparicio… Una historia en la que la protagonista parece tonta y no hay ningún contrapeso ridiculizando a tantos y tantos hombres que nos ofrecen su incapacidad al volante en todo momento…Hoy es estadísticamente imposible que aparezca un director de cine, machista que dibuje a una señora que no sabe lo que es una bujía, como era el caso de Gracita en la película de la sor ”.
Juan se ha marchado al volante de su coche. Diga lo que diga, a probar como asustar a los peatones en los pasos de cebra sin semáforo. Es su venganza de peatón volatilizado. Recuerdo cuando me desasnaba como conductor . Fue mediados los sesenta, cuando vivíamos en Madrid por razones profesionales. Parece un guión de Rafael Azcona e incluso me rio cuando traigo al presente aquellos años.
Compré mi primer coche, un 2CV Citroën, con el techo de lona y el cambio de marchas al lado del volante; había que tirar de una palanca, el punto lo marcaba tu deseo de una velocidad determinada… Un par de días después del bautismo como conductor, en la madrileña plaza de Manuel Becerra, un camión se llevó una aleta; culpable el, sí, pero ni pude anotar la matrícula. Otro día casi inmediato, el vehículo apareció con la capota rasgada, y el gamberro no dejó tarjeta de visita para pagar el desperfecto. En otra jornada, intentaba cruzar la Cibeles, a la que afluían docenas de coches por cada una de las calles que le daban al monumento aspecto de rotonda, cuando no existian. En contra de cualquier pronóstico, me llamaron de todo y tenían motivo para enfadarse, pero no para decirme lo que me dijeron. La culpa fue mia, lo reconocí y me salvé de una multa probablemente por la cara apesadumbrada que le ofrecí al guardia de la porra; no por falta de “méritos” para engorar la hucha del Ayuntamiento. 
 

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