Opinión

Venid y vamos todos

En plena campaña electoral catalana, Pedro Sánchez ha dejado caer una perla para la eternidad: “La felicidad está en la Tierra”, ha dicho. Y de un plumazo, desde esa perspectiva muchos oyentes hemos comprendido la prisa que se han dado los obispos de Cartagena, Orihuela-Alicante, Mallorca, Tenerife y Córdoba, entre otros clérigos, para vacunarse contra el covid-19 antes de corresponderles. Ellos, que predican que su reino no es de este mundo, le han dado la razón a un querido párroco de mi infancia. Aquel, en la catequesis nos aleccionaba diciendo “haced cuanto yo os digo, pero no hagáis lo que yo hago”. Tanta sinceridad, y los hechos de su vida sentimental, años después me llevaron a retratarlo en mi libro “Misterios gozosos”, compuesto con narraciones erótico-festivas donde los protagonistas son sacerdotes. Ese dicho suyo le salvó de ser considerado hipócrita por los catecúmenos y por mí mismo, cuando acabé siendo el descreído que sembró. Eso le debo. 

No sé si estos obispos avispados, como Saulo de Tarso, han caído del caballo del miedo y ahora piensan como Pedro, el presidente del Gobierno. Las certezas de esta tierra son el pájaro en mano, para ellos más valioso que la paloma del Espíritu Santo volando. No hay duda. Ha debido de ser glorioso ver al obispo de Cartagena, José Manuel Lorca Planes, diseñando el plan clandestino para alcanzar la panacea. Para ello indujo a falsificar los datos informáticos de la residencia de ancianos, que mintiendo dijo presidir. Con esa treta se coló en la lista de los llamados por la perversa ciencia. Luego fue genial el uso que hizo de su infinita humildad al descender peldaños y hacerse pasar por simple capellán, antes de descubrirse el brazo y recibir la banderilla profana. La misma que puede evitarle alcanzar el reino de los cielos en estos aciagos días de pandemia. Sin duda, un castigo enviado por la divinidad en forma de murciélago. 

Y su bondad y solidaridad necesariamente habían de ser como el perejil en un plato del mejor chef moderno. Por ello cantó, como en el mayo florido y hermoso, un “venid y vamos todos con esperanza a la vacuna”. Su conciencia no podía dejar al margen a los miembros de la cúpula de la diócesis y los llevó consigo. En definitiva ¿qué valor tienen unas simples docenas de dosis ante los millones que se esperan? Esta interrogante es el mejor argumento para comprender el desprecio a las normas y la humillación para quienes, quizás más necesitados frente al peligro, esperaban en la cola, los veían descender de lujosos coches y pasar con altivez sin rozarles.

Ahora, como no pueden dimitir y abandonar su partido de la fe, el obispo de Orihuela ha pedido perdón “por el bien espiritual de los fieles”. ¿Les suena? Algún otro de los encartados ha decidido no inocularse la segunda dosis y tengo la seguridad de que todos confesarán el pecado y dormirán con la conciencia tranquila.

Escandalizado mi amigo y poeta inédito, Mateo Contreras, me ha llamado desde Chile preguntando: ¿qué pasa con los obispos en España, dónde guardan la caridad? Él es católico ferviente y desde el respeto le he transmitido lo aquí escrito. Hemos hablado de la falta de antídotos y de la labor de la Iglesia en Hispanoamérica, de los trabajos de la curia para ayudar a la gente de buena voluntad, de los esfuerzos para liberarlos de los yugos de la miseria. “Aquí -me ha subrayado orgulloso-, la Iglesia es la religión de los pobres”. En España, le he apuntado pesaroso, es la religión de los ricos. He ahí una explicación de sus comportamientos terrenales.

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