Opinión

Roald Dahl y las sucias manos

La editorial que lo publica y la empresa que tiene los derechos del escritor Roald Dahl en el Reino Unido han decidido realizar cambios lingüísticos, más o menos sustanciales o de bulto, en sus obras infantiles y juveniles, para adecuarlas a lo políticamente correcto de esta hipócrita época neovictoriana. Un ejercicio de censura, se ha dicho, absolutamente inaceptable. Se han alzado voces desde todos los ángulos de opinión y a través de los acristalados colores más variopintos. La difusión de Dahl es tan universal que el disparate corrector ha dado la vuelta al mundo a la velocidad de la luz. La cuestión no es baladí aunque a mí me parezca un agravio comparativo con lo que viene aconteciendo en silencio e, incluso, con aplausos con otras obras, en otras culturas y lenguas por las que navega la literatura infantojuvenil.
Debo confesar que este escritor británico, fallecido en 1990, no goza de mis simpatías por maniqueo, clasista, racista y emisor de un olor a tendencias totalitarias fácilmente captable en obras tan famosas como “Charlie y la fábrica de chocolate”, “Las brujas”, “Matilda” o “El superzorro”, por nombrar algunas, que jamás recomendaré en ningún ámbito infantil o juvenil. Es más, siempre me he preguntado cuáles han debido de ser los mecanismos del éxito y difusión de historias tan reaccionarias para ser llevadas al cine y acabar convirtiéndose en producto de culto en muchos ambientes escolares. Desconozco los motivos y las manos capaces de consagrar y difundir semejantes ideas de un modo tan eficaz con la excusa de la hipérbole creativa. Así ahora, al meditar sobre la reacción de sus editores y explotadores de derechos, dispuestos a revisar el lenguaje, que no el contenido, para mantener el flujo económico, lo entiendo como un paso ventajista, tratando de evitar una posible quema de tan lamentable producto literario. Esto es, ocultar que venden basura. Y sucede en un momento de revisiones donde quienes defienden el lenguaje inclusivo, por ejemplo, pudieran poner en solfa la obra de Dahl. Y no digamos si el juicio viniera de ámbitos progresistas o feministas. Naturalmente si estas condenas fueran de elemental censura serían tan reprobables como los mismos retoques oportunistas ejecutados por la editorial Puffin Books y los herederos del escritor.
Me explico. Aun considerando despreciable buena parte de la creatividad infantojuvenil de Roald Dahl estoy en contra de su modificación por cuestiones de coyuntura histórica. Las obras modernas deben conservarse tal cual han sido escritas, manteniendo las intenciones y espíritu del autor y si, pasado el tiempo, necesitan explicación ahí está inventado el uso de las notas a pie de página. Porque los “gordos” pasen a ser “enormes”, los “negros” a ser “gentes” o las brujas altas ejecutivas, lo penoso de los argumentos continuará vigente. En definitiva, los autores somos responsables eternos de nuestras criaturas y de sus comportamientos en la ficción. Deben de ser respetados y sometidos al veredicto de la historia, al aplauso o al olvido de la gente lectora.
Toda modificación de una obra literaria es indeseable y despreciable. En este sentido, desde hace muchos años vengo criticando la manía de algunas editoriales por publicar libros del estilo, La Biblia para niños, El Quijote para niños, El Lazarillo para niños… Una práctica tan nefasta o peor que lo acontecido con Roald Dahl y ante la que muy pocos hemos levantado la voz. Como dirían mis amigos de Rompente: saquen sus sucias manos de la literatura infantojuvenil. Por favor.

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