Opinión

Planos paralelos

Estuve más de dos horas hablando por teléfono con mi amiga Pitusa antes de sentarme a escribir estas líneas. Concordamos en el desconcierto y la presión psicológica que está generando en la ciudadanía el aislamiento y la falta de horizontes a los que nos ha conducido la pandemia. La vida en sociedad se ha roto, la vida laboral va de tropiezo en tropiezo, el sentimiento de soledad, de pérdida de amistades, nos ataca como una tormenta de arena en el desierto… Mientras dialogamos observo desde mi ventana los paseos de un vecino por su porche. Habla y gesticula. Si no existiera el móvil diríamos que se ha vuelto loco en medio de la niebla gris. Se apropia de mí una sensación plomiza, desconcertante. Quizás, nos decimos, la turbación vital sea, después de la muerte, la peor secuela de la pandemia del covid-19.
En paralelo, a media voz, la emisora de radio que tengo conectada emite la realidad de otra vida intocable para la gente del común. Mientras en el plano privado la desesperanza es a cada paso un muro más alto, en el plano público quienes nos gobiernan luchan, se descarnan y desangran con más interés por sus cuitas que por ejercer la responsabilidad que les hemos otorgado para conducirnos a buen puerto. En el Reino Unido los monárquicos están al borde del suicidio como consecuencia de la rebelión verbal de un malcriado nieto de Isabel II, la última gran reina de la historia o el final de un modo de entender la decadente institución, para la que ha vivido erráticamente casi un siglo esa buena señora.
Los aires del Parlamento Europeo rasgan las vestiduras de los comentaristas radiofónicos. El segundo vicepresidente de nuestro Gobierno se ha levantado contra el Estado, apoyando desde su partido la inmunidad del prófugo Puigdemont. Es Pablo Iglesias, el mismo personaje que grita contra los privilegios similares de Juan Carlos I. El mismo a quien en la oposición escuchábamos prometer el final de los aforamientos políticos. A mí se me antoja una caricatura en permanente descomposición, de la que, por desgracia, dependen cuestiones fundamentales para la buena gobernanza del país. Otro error de la historia.
Y desde la media mañana del miércoles el panorama partidario esta convulsionado. El PP puede perder el gobierno de la región de Murcia y la alcaldía de la capital. Cs se sale de la precaria coalición con la que impidieron gobernar a la lista más votada (PSOE) y se echaron en los brazos del único representante de la extrema derecha en la Asamblea. La espantada de los centristas murcianos ha puesto en peligro el precario feudo de Isabel Díaz Ayuso en Madrid y ha hecho temblar al gobierno de Castilla-León. Al mismo tiempo en Sevilla se vislumbra el abrazo absorbente de Moreno Bonilla sobre Juan Marín. En las próximas elecciones serán un solo partido, dicen en Andalucía.  
Como si hubiera estallado una bomba nuclear, el miércoles 10 se llenó de especiales informativos. Mociones de censura en Murcia, Valladolid y Madrid. Anuncio precipitado de elecciones en la capital del reino. El equivocado Pablo Casado, al frente de un PP acosado por el pasado y la justicia, se muestra obsesionado por aparentar un poder que no tiene, como un nuevo rico negando la ruina. Si pierde Madrid no habrá ICO que lo salve del desahucio. Estamos viviendo en dos planos paralelos. Realidad social convaleciente y realidad política enferma. Cuando llego a ese punto me apetece irme al cine, evadirme de tanto despropósito, pero las salas están cerradas.
 

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