Opinión

¿Dónde estabas esa noche Clint?

Si me permito pensar en el dolor que se debe sentir al perder un hijo, la punzada que siento en el corazón es tan real, fuerte e intensa que tengo que rechazar inmediatamente ese pensamiento, ese ejercicio inútil de ponerme en el lugar de unos padres que la noche de un viernes o sábado cualquiera ni siquiera dieron un beso al hijo que salía con normalidad a divertirse con sus amigos de siempre y se encontró con la desafortunada anormalidad de una violencia que segaría su vida. 
Mamá y papá, que le han cuidado y protegido toda la vida no pudieron hacer nada para impedir que unos abusones descerebrados sin conciencia y sin respeto por la vida ajena disfrutaran enardecidos matando a golpes a Samuel o a cualquier otro, eso qué más les da. Hijos que matan hijos. Sufrimiento indescriptible de quien pierde lo más valioso que tiene, por encima de la propia vida. Y larga agonía -que no ha hecho más que empezar- de los padres de los asesinos que causaron un daño irreversible y cuya naturaleza bestial sus progenitores tal vez desconocían o no se atrevieron a imaginar, a pesar de todo. 
Esa trágica noche la vida se ha acabado, y no solo para Samuel o para otros que tengan la desdicha de cruzarse con unos salvajes que ni siquiera se arrepentirán o lo harán simplemente ante el miedo a perder la libertad de la que disfrutaban asustando y atacando en manada. La vida estará vacía para quienes aman incondicionalmente a sus hijos y los pierden de pronto en un ataque irracional y sin sentido. Familias de víctimas y verdugos condenadas a deambular sin sombra. 
Hace tiempo tuve la ocasión de escuchar las declaraciones de una madre anciana que era maltratada con violencia junto a su viejo marido por su horrible hijo, al que después de muchas duras palizas denunciaron. La reportera daba por hecho que, a pesar de todo, a un hijo se le quería igualmente, a lo que la buena mujer decía: “¿cómo le voy a querer, si nos pega? No le quiero, no le quiero, que se lo lleven, que no salga…”. Las palabras salieron naturalmente, no desde el rencor, sino desde la sabiduría.
No puedo generalizar en relación a los padres, pero como sociedad hemos fallado. La tolerancia y justificación de actitudes violentas o inmorales, ya sea en el entorno familiar o en la propia legislación en vigor, han rebasado en muchos casos a la Educación en mayúsculas, que brilla muchas veces por su ausencia. Los padres ya no pueden corregir razonable y moderadamente a sus hijos, porque el Código Civil se modificó para protegerles en grado máximo, dejando en manos de papá y mamá el mayor o menor acierto en la formación ética y moral de las nuevas generaciones.
Y en eso estamos y para corregir nuestros fallos debemos ponernos ahora en manos de la Justicia, que es ciega, aunque afortunadamente los magistrados, letrados y jurados que han de enjuiciar la muerte de Samuel pueden acceder a las imágenes de las cámaras que captaron la cruel matanza de la víctima indefensa a la que solo se atrevieron a defender dos jóvenes africanos sin permiso de residencia y que tuvieron el valor de oponerse a la jauría furiosa. Qué poético si no fuera tan trágico. Qué imagen más patética de sociedad fallida. Qué material más valioso para una película de Clint Eastwood, si no la hubiera hecho ya varias veces. Desde El Jinete Pálido hasta Gran Torino, pasando por Sin Perdón. Que a gusto nos quedamos con esos finales de justicia suprema. ¿Dónde estabas esa noche Clint? ¿Quién no ha deseado alguna vez, ante situaciones de injusticia y abuso desmedido, encarnarse en el viejo y duro actor? Yo, hace unos días -sin ir más lejos- por culpa de un enajenado que quiso arrancarme la cabeza por un incidente de tráfico sin trascendencia y sin razón, eché en falta a Charles Bronson o Steven Segal. O para no ser tan crueles pero sí efectivos, Bud Spencer, cómo te echamos de menos. Samuel, descansa en paz, ni te olvidaremos ni consentiremos.

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