Opinión

Paso a paso

La remisión del efecto de la pandemia ha sembrado una semilla de optimismo callejero en corazones encogidos por la soledad y la desventura, hasta el punto de que el pueblo en general, tirando de esa españolidad cañí que nos caracteriza a todos –incluso a aquellos territorios que se consideran distintos y por tanto, piensan que no les caracteriza- se ha puesto sus mejores galas y ha salido otra vez a la calle dibujando una sonrisa invisible bajo el embozo de la mascarilla. Desde que se tiene recuerdo en cronicones, Madrid por ejemplo, es una ciudad que vive habitualmente en la vía pública, en la que el paseo con los caballeros botando mano al paso de las señoras, al chápiro, al tres picos, al hongo, a la visera, al canotier, al panamá o a lo que fuera que llevaran en la cabeza, ha sido siempre santo y seña. Y es por eso por lo que ha solicitado que le dejen saltarse la casilla previa, está abriendo los parques pequeños, no tardará ni una semana en abrir el Retiro y se ha olvidado como por ensalmo de que ha sido una de las ciudades del mundo en la que el Covid-19 se ha despachado más a su gusto. 

Uno no sabe por desgracia dónde está el justo punto medio, y con carácter individual está dando palos de ciego utilizando el conocido sistema de prueba-error que le incita a tomar decisiones seguramente erróneas pero muy voluntariosas escuchando aquí y allá, repasando tutoriales de personajes que aconsejan vestidos de bata blanca. Pero uno es un sujeto individual que procura hacer las cosas con cabeza a pesar de la cantidad de argumentos encontrados que se utilizan, y trata de protegerse  a si mismo porque protegerse a él es proteger a los demás. Lo más inquietante es que estas dudas que uno se plantea  con carácter personal se las plantean también aquellos que tienen responsabilidades de Gobierno a los que uno ve dudar permanentemente, corregirse a sí mismos con alarmante frecuencia, cometer errores graves y, sobre todo, no alcanzar ni siquiera en esta situación peliaguda, un protocolo mínimo de acuerdos. A Sánchez le ha salvado la campana, porque le han dejado tirado los mismos que le hicieron presidente, abocándole a una situación de servidumbre que le va a costar un disgusto detrás de otro. Esta tarjeta amarilla que le han mostrado en el último partido -¿estoy hablando de fútbol tal vez?- debería servirle de advertencia. Pero la humildad no es lo suyo…

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