Opinión

Los de la memoria histórica

Hace unos días, nos reunimos en torno a cierta mesa en la que humeaba un cocido de los que merecieron las coplas de aquel riojano llamado Pepe Blanco cuya voz le convirtió en uno de los símbolos más perdurables del casticismo madrileño, seis o siete de los nuestros: periodistas ya entrados en años y en recuerdos, tertulianos a la antigua usanza, más cercanos a Galdós que a la televisión por cable, empeñados por tanto en buscarle cierta explicación lógica al desastre sin paliativos en el que se ha convertido, han convertido y hemos convertido nuestro sospecho que imprescindible y antaño venerado oficio. En una tasca de la plaza de Santa Ana, con el punto justo de morapio para agudizar lo que queda de ingenio, le dimos vueltas a esta faena nuestra en la que ni siquiera nosotros mismos ya creemos, y eso que los que allí estábamos eran tipos muy representativos de lo nuestro, un par de ex directores de periódicos nacionales de contrastada solvencia, un corresponsal de la tele pública con quince años de misión en Londres, una corresponsal de la radio pública con otros tantos años  de servicio en Moscú, un aguerrido cronista parlamentario que las ha visto de todos los colores, el presidente electo de todos los periodistas afilados a sus asociaciones que son cada vez menos, el tío que se ha inflado literalmente de retrasmitir tenis por televisión formando histórico tándem con Andrés Jimeno y, a la postre, el abajo firmante, que tiene menos galones pero los mismos años en la trinchera. En Madrid, ya saben, cualquiera  puede ser madrileño basta que quiera serlo, y sus mitos para la histórica así lo hicieron. Goya era aragonés, Galdós era canario, Pepe Blanco riojano, Arniches alicantino, Daoiz sevillano, Velarde de Santander como Leguina, Sabina andaluz, Pirri de Ceuta, el maestro Chueca salmantino, a así podemos seguir hasta que nos duela la mano. Por entonces, no sabíamos que se nos había muerto como del rayo David Gistau a quien tanto queríamos. Nos había dejado uno de los buenos, de los que nos dignifican y nos enorgullecen. No hay muchos, y los que hay merecerían seguir escribiendo y haciéndonos buenos en lugar de irse con menos de cincuenta, cuando los seis que estábamos allí dándole al garbanzo hace mucho que los dejamos atrás y ya no tenemos mucho más que las canas y el orgullo de haber sido.  

Digo que hablamos de lo nuestro. Ya les contaré otro día…

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