Opinión

El letrado Cupido

Andaban nuestros políticos interpretando aquélla de “Habla, pueblo habla”, del grupo Jarcha, en sus conciertos electorales, invitando a participar en las elecciones a los renuentes a meter la papeleta en la rejilla de la urna, y el pueblo habló; y muchos enmudecieron. Por mi parte, yo a mis pleitos, sin perjuicio de que vote a mi admirada Corina. Le contaré, dilecta leyente, tres de mis últimos casos:

En esto, que me encontraba en un chiringuito de Playa América (Nigrán), tratando de olvidar mi identidad como abogado, cuando acertó a pasar por allí una caravana de forasteros que más bien parecían sherpas expulsados del Himalaya. Desplegaron sobre la arena una tienda de campaña sin cédula de habitabilidad y los hombres se pusieron a jugar al tenis, cuyo peculiar arbitraje corría a cargo de una mujer de grandes pechos al aire que se balanceaban a la par que el collar que llevaba colgado del cuello. Mientras aquellos trataban de emular a Santana, ellas se pusieron a criticarlos con tal fruición que no pude evitar la tentación de intervenir para ofrecerles mis profesionales servicios, a lo que al unísono me espetaron: “¿Ha perdido usted el juicio?”. “Señoras- balbuceé-, eso es lo peor que se le puede decir a un abogado”.

Aquella joven, que entró por el despacho con total desparpajo, me sugirió la idea de que para proteger el ecosistema hay que comenzar por cuidar la fauna del bosque. De sobra sabía, como abogado, la impunidad de la que gozan los delincuentes del medio ambiente,  pues, a pesar de su protección legal, en estas transgresiones rige el principio de oportunidad, ante la confluencia de un conjunto de intereses contradictorios, que obliga a decidir cuál es el interés prevalente, si la sanción o la propia viabilidad de la empresa, lo que suele aconsejar sustituir la pena por la posibilidad de llevar a cabo un plan de reconversión ambiental de la industria. Por su parte, la tala indiscriminada de árboles, los incendios, la caza furtiva y todo aquello que modifique el hábitat de los animales del bosque, contribuye a alterar el equilibrio del ecosistema, poniendo en peligro nuestra supervivencia. Por ello, le dije, me especialicé en Derecho medioambiental, así que formulé la demanda, como ella pretendía, lo que aplaudió con inocultable alegría mi secretaria, la señorita Topisto, mientras mis compañeros de despacho ponían ojos de lechuza y boca de pez globo. 

Alguien llamó a la puerta (una sola vez, si fueran dos podía ser el cartero), y solícita, como siempre, nuestra entrañable secretaria, la señorita Topisto, se aprestó a abrir a los presuntos clientes. Se trataba de una pareja que había decidido poner fin a su matrimonio de treinta años. Tuvimos un “briefing” en mi despacho, por causa de lo que llamamos un divorcio de común acuerdo, o sea, no contencioso, donde reinaba la paz marital, con la esperanza de que fuese un medo eficaz que facilitase el acceso a un convenio que satisficiera a las partes en discordia. Los dos salieron contentos de la reunión, tanto que decidieron darse una nueva oportunidad, y yo me sentí feliz de haber salvado un matrimonio que simplemente había tenido un mal día, pero mis compañeros de despacho aprovecharon la ocasión para colgarme el apodo de El letrado Cupido.

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