Opinión

Don Antonio, juez

La Justicia, según algunas encuestas, no es la institución mejor valorada por la población. El crónico retardo en la administración de la misma, sentencias incomprensibles para el “hombre medio ideal” y hechos en donde la víctima comprueba hasta donde llega su desprotección, parecen justificar esa nota de “necesita mejorar” con que se puntuaba en la  EGB a los alumnos menos aplicados.

Pero las instituciones están compuestas por personas que, a nivel individual, obtienen matrícula de honor “cum laude”. Y una de esas personas podría ser Don Antonio, o el juez Romero, que de ambas formas era conocido dentro y fuera del ámbito jurídico, quien parecía encarnar la combinación de las mejores virtudes del juez tradicional y moderno. 

Tradicional, por su discreción y sobriedad, y moderno por su afabilidad, que le llevaba a adelantarse siempre en el saludo, y en su disponibilidad para colaborar desinteresadamente en cualquier justa empresa que lo requiriera. Un ciudadano ejemplar que no dudaba en hacer la compra en el “super”, tirando del carrito sin preocuparse de ocultar los indispensables rollos de papel higiénico.

Parecía un ferviente seguidor de la doctrina kantiana: “Obra siempre de modo que tu conducta pueda servir de principio a una ley universal”. Conocedor de que la virtud se enseña más con el ejemplo que con las palabras, y a quién se le podría preguntar aquello de: ¿Pensáis ser santo y justo impunemente?

Como juez, con voz firme, sin estridencia, y gesto serio, sin encono, supo influir respeto al malhechor y confianza a la víctima. Pero, además, Don Antonio Romero era gallego y ejerció como tal, especialmente desde su elección como Decano. Conciliador y dialogante, su despacho estuvo siempre abierto a quien precisaba de su tolerancia, sabiduría y experiencia.

Fue consiguiendo cosas, sin prisa pero sin pausa, tal vez siguiendo los consejos de un tal Russell (que no era gallego, pero debió tener ascendencia de por acá): “Tener el valor de aceptar resignadamente las cosas que no se pueden cambiar; tener la obstinación suficiente para cambiar aquellas que uno puede cambiar, y tener la inteligencia indispensable para no confundir nunca las unas y las otras”.

Ahora se ha muerto. El covid, que está al acecho de cualquier señal de afecto, nos lo ha arrebatado vilmente, porque D. Antonio nunca le negó la mano a nadie y eso se paga. No hay lugar para la demostración de sensibilidad. Son tiempos  para el asepticismo, la trivialidad, el hermetismo, la insolidaridad, y no para la caballerosidad ni la hidalguía. Seguro que su natural modestia se resentiría con tantos merecidos elogios, que tal vez acepte como su último servicio a la sociedad.

¡Hasta siempre, D Antonio, juez!

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