Opinión

La reforma pendiente

Yo no lo haría, señor presidente” fue, seguramente, la muletilla más usada por Mariano Rajoy para poner en solfa las decisiones de su antecesor y rival, Rodríguez Zapatero. Durante ocho años, y especialmente los últimos cuatro, el líder del PP basó su estrategia en dos grandes ejes, que estaban entre la apología del no y ubicarse en las antípodas de lo que hacía el Gobierno y, sobre todo, el presidente, con declaraciones y mensajes-fuerza dedicados a achicar el espacio donde el enemigo pudiese moverse, haciendo exclusivamente suyas las zonas que acogen los ámbitos de la normalidad, el sentido común, la coherencia, la eficacia, la responsabilidad y la honestidad.

Con esos dos puntos de referencia y la inestimable ayuda de la desastrosa gestión socialista, agravada con la llegada de la crisis que durante meses negaron incluso en el ámbito nominal a base de recurrir a todos los sinónimos y licencias semánticas posibles con tal de evitar la palabra maldita, el Partido Popular y Rajoy lograron una amplia ventaja electoral que les llevó al poder.

Pero una vez en La Moncloa, todo cambió y lo que durante años había ido a 33 revoluciones, con las que los viejos vinilos ofrecían su mejor sonido, saltó de repente a 45 vueltas por minuto, haciendo inidentificables los nuevos mensajes y decisiones. Conforme se fueron descifrando los contenidos, la sociedad fue entrando en una situación de pasmo progresivo de la que resulta imposible salir, dada la cantidad de contradicciones y mentiras en las que el Ejecutivo apuntala la gestión cotidiana.

La imagen ofrecida por Rajoy hace diez días en el Congreso resulta absolutamente definitoria: mientras el país se despeña dando tumbos como una bola de nieve montaña abajo, a merced de los especuladores internacionales, el presidente del Gobierno escapaba del Palacio de las Cortes por la puerta falsa para evitar las mínimas explicaciones a los ciudadanos sobre lo que estaba pasando en aquel momento -igual que ahora- y, más importante, sobre qué hacen él y su equipo para atajar la situación.

Los cuatro meses escasos transcurridos desde la toma de posesión han bastado para constatar que el Rajoy ariete de la oposición es hoy un gobernante pusilánime, que asiste impasible a las ocurrencias y decisiones más impopulares de su Gobierno como si no fuesen con él ni con sus promesas. El contenido del discurso de investidura, serio y solemne que descartaba el aumento de impuestos, saltó por los aires en apenas unas horas, dicidiendo lo contrario. Fue el principio de un rosario de medidas que contravienen abiertamente no sólo el discurso trenzado cuando era oposición, sino el programa sometido a la reválida electoral. El líder popular y sus colaboradores se hicieron cruces cuando el Gobierno socialista anunció una amnistía fiscal para captar dinero negro por considerarlo un método poco digno para quienes cumplían sus obligaciones tributarias. Rajoy, una vez presidente, lo puso en marcha en seis semanas.

Acusó a su antecesor de doblegarse ante Berlín y Bruselas, afirmando que él no se arrugaría ante Europa y mantendría la máxima firmeza en defensa de los intereses españoles. Ahora, se alude a la inevitabilidad de los recortes y sablazos a la ciudadanía, dado que los impone Europa. Donde antes iban a oirnos, ahora escuchamos sumisos y achicados, y se llevan los Presupuestos del Estado al Parlamento después de habérselos explicado a Angela Merkel. Y por el camino nos tragamos la expropiación de YPS por parte del Gobierno argentino.

El último bajonazo a la filosofía de no impuestos, no amnistía fiscal y no copago farmacéutico -reafirmado hace una semana por el propio Rajoy y por el secretario de organización del PP, Carlos Floriano- fue anunciado ayer por la ministra Ana Mato: se acabaron las medicinas gratis para los pensionistas, mientras que a quienes ya las pagaban se les aplicará un porcentaje mayor.

La gravedad del momento que vivimos pudiera llevarnos a admitir la necesidad de una medida tan impopular como injusta para los sectores más desvalidos de la sociedad, sino fuera porque existen otros ámbitos para meter la tijera de forma mucho menos alevosa. ¿Acaso no se podría mirar a esa casi docena y media de canales autonómicos de televisión, decenas de campus universitarios públicos con más personal que alumnos, centros de meteorología territoriales que duplican recursos y predicciones, aeropuertos que proliferaron como hongos en los últimos años por todo el territorio nacional, a la mayoría de los cuales ni llegan ni se espera que lleguen nunca aviones, y otros que sobreviven operando un número ridículo de vuelos a costa de costes descomunales y de favorecer la fuga de pasajeros a Portugal como ocurre en Galicia?

Ese debería ser, antes de meter la tijera en la sanidad y en la educación, el primer y gran reto del Gobierno: acabar con las duplicidades del gasto público, por la vía de una verdadera reforma de la Administración. Resulta paradójico que sobren funcionarios -según el Gobierno- mientras la inspección fiscal esté infradotada de personal o los expedientes judiciales están custodiados por las ratas en los archivos, también por falta de personal. ¿Es que no se puede racionalizar el funcionamiento burocrático a base de reubicaciones en otros departamentos, aprovechando la ocasión para ganar eficiencia con coste mínimo? ¿Es más fácil amnistiar a los defraudadores?

Puestas en marcha todas esas reformas de ahorro, junto con otras también susceptibles de estudio, y evaluado su rendimiento, si se revelasen insuficientes, sería el momento de abordar medidas como la anunciada en la sanidad. Persistir en la idea del Gobierno sin explorar vías alternativas, constituye un ataque a la línea de flotación del estado del bienestar en el que pierden más los que tienen menos y una quiebra en la confianza hacia los gobernantes capaces de crear escuela a base de hacer lo contrario de lo que dicen sin mover un músculo.

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