Opinión

Dar y perder la vida

La pequeña Liz tenía sólo una oportunidad de salvarse: que su hermano de cinco años, tras haber sobrevivido a la misma enfermedad, le traspasase los anticuerpos necesarios para combatirla. El doctor explicó la situación al pequeño y le preguntó si estaría dispuesto a dar la sangre para su hermanita. El niño tras vacilar unos segundos decidió: “Sí, lo haré si eso salva a Liz”. 

Mientras la transfusión se producía, acostado en una camilla al lado de su hermana, el chico sonreía; de pronto empezó a  palidecer, miró al doctor y le preguntó con voz temblorosa: “¿A qué hora empezaré a morir?” (Del libro “La culpa es de la vaca”).

Conocemos sus nombres: Manuel, Tomás, Brígida, Cristina: nombres del santoral romano; pero son muchas las interrogantes que desconocemos de sus vidas. Sufrieron, eso sí: el analfabetismo, la postguerra, las largas jornadas en el campo, la escasa seguridad en las industrias, la emigración, la falta de vivienda. La interminable dictadura. Nacer, sobrevivir, aprender las cuatro reglas. Trabajar. Trabajar. Trabajar. Y la familia. Dar y perder la vida: he ahí, resumida, su existencia.  

Pactaron la Transición. Fueron meticulosos hasta en sus claudicaciones. La ley de punto final les abrió en canal las entrañas del pasado, pero les extirpó de raíz los tumores del rencor. Se perdonaron por nuestro bien. Cuidaron de nosotros hasta el final. Nos sacaron adelante a pesar de la mortalidad infantil. Nos dieron una educación basada en el respeto, en el trabajo, en la responsabilidad del deber cumplido. Después, descuidando acaso su hipertensión, su reuma, sus varices, cuidaron también de nuestros hijos. 

Nos volvieron a salvar compartiendo su jubilación en la pasada crisis. Envejecieron con las botas puestas. Los amontonamos en las residencias, la zona cero del conflicto, y ahora los abandonamos a su suerte. Nos necesitan, por una vez nos necesitan. Son como niños. Tienen miedo: “¿cuándo empezaré a morir?” 

Las manos que un día nos abrazaron se tienden temblorosas hacia nosotros. Pobres abuelos. Solos a la hora de la despedida. Más les valiera a muchos de ellos no haber nacido. “Que los muertos entierren a sus muertos”. Quien lo dijo también se sintió solo a la hora de expirar: “Elí, Elí, lamá sabactaní” (Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?). 

Los gráficos de la epidemia jamás podrán representar la cruda realidad. Los féretros se hacinan en el helado monte del olvido. El legado de los yayos perdurará. Son dioses anónimos. Nos han redimido de la miseria. Nos han procurado un paraíso terrenal de bienestar. Han dado su sangre para que tuviésemos una vida mejor. Les echaremos en falta. Lloraremos por ellos y, si acaso, también por nuestros hijos. Hay penas que pasan, y hay penas que duran; la de quedarse en el mundo sin padres: ¡no se acaba nunca! 

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