Opinión

Ríanse, que falta hace

Yo me caía del ataque de risa que me dio. Una inocente chica de veinte y tantos años tenía que ir al dentista que le tocaba por el seguro, pero desconocía la dirección exacta. Se levantó rápida una mañana dispuesta a pasar los "ataques" del dentista a sus deteriorados dientes. Ni se le ocurrió idea más feliz que irse a una parada de taxis presurosa para llegar pronto y regresar cuanto antes a casa. Llega a la parada, un tanto lejos del domicilio de la susodicha, y le da la dirección al taxista. Se monta en su asiento y el taxista justo la lleva a la casa de enfrente de la suya. Ella insiste y le dice que nada de eso, que allí es su casa, que la lleve al número indicado. Muy bien. El taxista da la vuelta de sentido y justito la deja en la puerta del dentista. "¡Pero si es enfrente de mi casa!", le soltó la joven. "Lo que usted quiera -le dice el taxista-, pero es ahí", claro que, después de haberle pagado por tantas vueltas y revueltas provocadas por el empecinamiento de la inocente zagala. Nada menos que 11 euros le cobró. ¡Justo por llevarla a la casa de enfrente! Fue el pago a la juvenil precipitación mezclada con su inocencia y falta de previsión. A mí me hizo gracia y ella se lamentaba (lo contó con gran rubor), por los 11 euros, que en las actuales circunstancias todo viene bien. 
Estoy plenamente convencido de que muchos de nuestros problemas se deben a falta de calma, sosiego y reflexión sobre nuestras decisiones. Nos encontramos con disgustos, con errores que si fuésemos capaces de tomar las cosas con serenidad tendrían otro sesgo. Porque en el mundo de hoy se reflexiona poco y se toman decisiones precipitadas que conducen a lo que le aconteció a la buena chica.
Hace muchos años que me dieron un consejo a la hora de afrontar los avatares de la vida. Es preguntarse: ¿cómo veré esto dentro de diez días, un año, dos años o una década? Sin duda cosas que vemos con la gran pasión del momento esbozarían en nosotros una sonrisa pasado el tiempo. Lo mismo aquello del avión. Si nos ponemos debajo o muy cerca apenas vemos el firmamento y, en la medida que nos alejamos del avión y éste despega, se convierte en un punto apenas perceptible en la inmensidad de las alturas. Esta es la realidad de la vida, pero nunca somos capaces de escarmentar en cabeza ajena. Tenemos que dar tiempo al tiempo, descanso a momentáneos enfados, días a enconadas discusiones para poder llegar a la paz, el equilibrio y el diálogo. Nosotros mismos somos los beneficiados en tal estrategia.
Por eso la madurez que da la vida es fundamental para cuanto decimos. Lo he repetido aquí varias veces: “Leña seca para quemar, vino añejo para beber, libros viejos para leer, caballos viejos para cabalgar y amigos ancianos para conversar y aconsejar”. Saber aprovechar la experiencia que nos da la vida hace a las personas grandes. Porque muchas veces olvidamos aquello de Chesterton: “La mediocridad, posiblemente, consiste en estar delante de la grandeza y no darse cuenta”. Existen, perdidos en nuestros pueblos, tantas y tan iletradas personas que poseen lo fundamental, que es el sentido común, y así, son personas óptimas para consejeros.
En el fondo, y volviendo a los clásicos, es necesario recordar a Séneca y su sabio consejo de siempre: “No aprendemos gracias a la escuela, sino gracias a la vida”. Tal vez a la buena chica del dentista el hecho le sirva de experiencia para tomar otras medidas en veces sucesivas y evitar tener que pagar los 11 euros que hubiesen valido para un bocata y un refresco para su merienda.

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