Opinión

Fe y modernidad

La aproximación a la problemática de la “esencia del cristianismo” por parte de dos grandes teólogos del siglo XX, Romano Guardini y Joseph Ratzinger, busca dar una respuesta a la relación de la fe con la modernidad preservando lo nuclear de la revelación cristiana. El cristianismo no se puede reducir a la medida de la razón ilustrada de la modernidad, a su competencia en la investigación histórica o a su capacidad de desarrollar sistemas filosóficos, suprimiendo la referencia a la alteridad de la revelación y de la fe. 

Para Guardini, la subjetividad moderna no puede ser la norma de lo divino. Para Ratzinger, la adecuada hermenéutica del Concilio Vaticano II, que últimamente trata sobre el binomio Iglesia-sociedad moderna, ha de preservar la originalidad cristiana, sin mundanizar lo revelado, porque la Iglesia transmite lo que el mundo no es capaz de producir, sino solamente de recibir. La revelación, nos dice Guardini, comporta la novedad de lo divino y, por consiguiente, “escándalo”: sale al paso en lo concreto, en la persona de Jesucristo, imposibilitando la reconducción de todo al mero horizonte de lo humano. La revelación es la verdad que se hace presente en lo viviente-concreto, en la significación única de la persona de Jesucristo. En escucha a la revelación, la fe constituye un nuevo criterio de juicio. 

Ratzinger destaca, de modo análogo, la novedad de la revelación, que es el resultado de la introducción de lo eterno en nuestro mundo y que, en consecuencia, escandaliza y afrenta a la actitud predominante por su “positivismo”, por la referencia a lo dado, a lo recibido. Es el escándalo del “Logos-sarx”, de la persona de Jesucristo, donde convergen el ser y la historia, el individuo y el todo, el Dios de los filósofos y la aparente insignificancia de la cruz. De la originalidad del cristianismo, de su esencia, brota su significatividad para la vida humana y para el mundo. Descubrir la verdadera figura de Jesucristo – “lo esencial es el esencial”, dice Ratzinger - significa descubrir la verdadera vida, aquella que merece la pena ser vivida. La verdad que es Cristo, la verdad que se identifica con el amor, es la base estable que sostiene al hombre y la que puede darle sentido.

Atender a la verdad, a la esencialidad, a la conformidad del ser humano con el propio ser, constituye una llamada permanentemente actual. Jesús dice: “La verdad os hará libres” (Jn 8,32). Y esta llamada ha de resonar, con coherencia testimonial, en medio de la cultura de la desconfianza, del relativismo, de la entronización del deseo, del individualismo y de la imposición de la fuerza del poder sobre la verdad del ser. La verdad que nos sostiene es amor y resplandece en la apertura a los demás, en la sobreabundancia de la paciencia, del perdón y de la cruz. La prioridad que, en obediencia al Señor, la Iglesia concede a la evangelización hallará claridad y coherencia si preserva la novedad del Evangelio, si se concentra en lo esencial: en Jesucristo, muerto y resucitado, palabra y amor capaz de generar fe y esperanza en el futuro.

El desafío de caminar juntos, sinodalmente, al servicio de la evangelización será acogido con mayor realismo si no se pierde de vista la norma y el criterio que permite discernir, si no se pospone lo único que la Iglesia puede aportar al mundo y que, en medio de la pluralidad de ofertas de salvación, nadie puede ofrecer sino ella: a Jesucristo. A través de la Iglesia, han de resonar hoy en el mundo las palabras de Pedro: “No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda” (Hch 3,6).

Te puede interesar