Opinión

Listas cerradas y voto cautivo no animan a votar

Durante la Revolución Francesa, los representantes de la soberanía popular en la Asamblea Nacional no podían reclamarse miembros de un partido o facción, sino que debían considerarse vicarios de la nación entera, del ente nacional no fragmentado. Pero este concepto simbólico no prosperó debido a la propia evolución de las ideas políticas y la aparición de los partidos. Según la ubicación de unos y otros, agrupados por tendencias, surgieron los conceptos de la "Montaña" o la "Llanura", según el lugar (arriba o abajo) que ocupaban en la cámara, lo que luego evolucionó hacia dos términos que ahora prevalecen: Derecha e Izquierda, en función del lado de la asamblea en el que solían sentarse los más conservadores o los más radicales.
El concepto de representante de la soberanía popular ha cambiado mucho. En nuestros días, algunos sociólogos electorales franceses han llegado a sugerir que, en lugar de actas de diputado, adscritas a una persona concreta; es decir, cada candidato electo, los partidos reciban cuotas de representación: esto es, que cada puesto de representación en el Parlamento sea cambiable, de suerte que, según la ley a elaborar, el partido pueda enviar a la persona adecuada concreta; pero sin que el escaño se asocie a un diputado de manera permanente. De momento, esta tesis no ha prosperado, ni creo que lo haga. Los partidos, la burocracia de los partidos, ya tienen suficiente poder. Tal propuesta, que se define como meramente técnica, parece disparatada.
No es menos cierto que una de las mayores decepciones que el actual sistema electoral nos depara, con sus listas cerradas y bloqueadas, es la escasa importancia final que el voto real del ciudadano tiene en la conformación de los parlamentos. Mediante la Ley de los Grandes Números, los partidos saben de antemano la cuota fija de representación que les corresponde, de suerte que las listas electorales se elaboran conforme a este criterio. Todo depende de la fuerza que uno tenga dentro de su partido, para asegurarse el acta de diputado, con independencia de los méritos personales de cada cual. Lo que digan los electores, en este sentido, tiene poco que decidir. Aun se podría permitir, al menos, que uno tache a quien no le agrada o que eligiera dentro de la lista total.
Mucho se lleva discutido sobre la posibilidad de modificar nuestra legislación electoral, recuperando el sistema de representación personalizada y elección de candidato por distrito. Así lo hacen los británicos, de modo que el diputado o el representante municipal lo son por un distrito concreto como circunscripción; sus electores lo conocen y es ante ellos que tiene que responder. Las burocracias de los partidos temen este sistema que, en cualquier caso, desbarataría la actual garantía de elección automática que suponen las listas cerradas. Pero los tiempos han cambiado y no existe la menor duda de que, en este caso, los candidatos asumirían mayor responsabilidad ante sus electores y la campaña electoral debería ser algo diferente que el actual festival que conocemos. Y, hay algo más importante: en el mundo anglosajón, nadie acude a la vida pública si, previamente, no tiene experiencia en la privada. Un candidato inglés puede haber sido dirigente sindical de los estibadores, trapecista de circo o director de una empresa; pero aporta el contraste de la vida real.
¿Cómo pretenden gobernarnos y representarnos sujetos que no han sido capaces de gobernarse a sí mismos? La burocracia de los partidos es tremendamente opaca, premia a sus leales. Asombra la presencia de tantos candidatos que carecen del menor contraste, salvo la habilidad de sobrevivir como liberados o en puestos de gracia, donde fuere, que los partidos siempre utilizan, donde gobiernan, para colocar a esta disciplinada tropa. He aquí una grave disfunción del sistema que genera la indiferencia de los electores. No pocos votan por simple rutina o resignación. Y es que, a veces, la listas se le caen a uno de las manos y el alma a los pies. 

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