Opinión

La gasolina de Podemos

Pablo Iglesias se define a través de sus contradicciones. Crítico del sistema que le permitió crecer, impulsado gracias a la exposición en las tertulias de medios que luego empezó a vetar, orgulloso del barrio que abandonó en cuanto pudo irse a ese chalé de al menos 600.000 euros, firme defensor de la libertad de expresión a la vez que quiere amordazar al que no interesa, capaz de comparar a los exiliados republicanos con los huidos independentistas, hábil para banalizar la violencia de la extrema izquierda mientras alerta de los riesgos del neofascismo y dudoso de la salud de una democracia tan asentada que hasta le permite ser vicepresidente del Gobierno. Es en esas dobleces donde mejor se desnuda y a la vez su figura se vuelve más tóxica: si digo que en realidad no tengo el poder, lo que vaya bien me lo puedo atribuir y lo que vaya mal se lo puedo encaramar a las misteriosas fuerzas que juegan en mi contra. Por ese relato desfilan jueces, policías, bancos, empresarios, oposición o ministros.

También los medios de comunicación reciben su parte, evidentemente. Iglesias nació en su seno y siempre los ha visto como aliados para su causa o enemigos que tienen el descaro de fiscalizarlo. Por eso ambiciona el control de RTVE, por eso montó un panfleto online y por eso en realidad tampoco sorprendieron sus palabras del pasado miércoles en el Congreso: en la tribuna acusó a la prensa de estar al servicio de “millonarios”, “bancos” y “fondos buitre”. Ese fino retrato de orondos banqueros con monóculo que se reúnen para fumar habanos y decidir las portadas sería hasta gracioso si no lo estuviese entonando una persona con responsabilidad en el Consejo de Ministros. “Yo, en el Gobierno, pinto mucho menos que los dueños de Atresmedia o Mediaset”, señaló, no sabemos si como lamento o admiración. Quizás más bien lo segundo: quién lo vería decidiendo quién opina y quién no, si esa información va a cinco columnas o en un breve, a quién hay que vetar y a quién ascender. “Los medios son un poder sin un control democrático”, clamó Iglesias. En realidad sí que los tienen y emanan de la libre voluntad de los ciudadanos para leer, ver y escuchar lo que consideren oportuno.  

Mientras Podemos crea esos falsos debates evita abordar otros con seriedad. Algunos amplios, como dónde se deben situar los límites de la libertad de expresión en un Código Penal que, atendiendo a los clásicos, siempre debe ser retaguardia y no vanguardia. Y otros algo más específicos: Iglesias filosofaba sobre el ecosistema mediático curiosamente el mismo día que conocíamos que un juez había imputado a Monedero por facturas irregulares. Qué oportuna esa noticia para preguntarse cómo podemos diferenciar este supuesto delito de los de la vieja casta que decían combatir o qué nivel de ética alcanza emplear de niñera a una asesora del Ministerio de Igualdad que cobra 50.000 euros anuales. También se puede ir un paso más allá y preguntarse si una democracia puede soportar que gobernantes hagan “bullying” en las redes sociales a los no afines y alienten revueltas violentas en las calles, con totalitarios tan preocupados por las libertades que incluso vandalizan sedes de periódicos en defensa de un “rapero” tan demócrata que está condenado por amenazar de muerte a uno de los testigos de sus múltiples juicios. Decantándola, la receta podemita tiene viejos ecos conocidos: un partido de estructura vertical resta credibilidad desde el poder a instituciones democráticas, trabaja para minar la credibilidad de la prensa y polariza a la sociedad. Con sus respectivos matices, a estas coordenadas iliberales le pondrían encantados la firma Trump, Bolsonaro, Salvini u Orbán. 

¿Para qué está Podemos en el Gobierno? ¿Cuál es su agenda? Normalmente un populista se estrella al llegar a la gestión. Ahí es cuando sus votantes descubren que detrás del cartel solo había un solar vacío. Pero Podemos innovó: al maletín ministerial llegó estrellado de casa y con sus exvotantes en fuga dentro de una tendencia hacia la irrelevancia ya completada en Galicia. Por eso, descartada hacer política lo suyo va de sobrevivir y si en su expansión tuvo como gasolina el 15-M ahora en el ocaso no duda en ejercer de Robespierre y ser bombero pirómano en cualquier fuego que le permita marcar perfil dentro del coche oficial. Fuera hace mucho frío y en realidad a Pedro Sánchez, cómodo en su Olimpo presidencial, Iglesias también le favorece: por inadmisible que pueda resultar este tacticismo, el contraste con su aliado le da talla de moderado y al enemigo se le controla mejor cerca. Con el CIS a favor, el PP ensimismado en sus fantasmas y la aluminosis de Cs, no parece a medio plazo asomar la ruptura de la coalición, por mucho que ambos socios compitan por ver quién es más ecoprogresista mientras juegan a alentar a la extrema derecha emulando peligrosamente a Mitterrand. Sin duda, las facturas de dos grandes crisis en solo 15 años construyen un gran angular paralelo al de tantos países. Pero la diferencia está en las respuestas a cada contexto específico, y el de España aterra: de la pandemia saldremos con la peor recesión de la OCDE, un déficit público a la altura de la Guerra de Cuba, una desigualdad galopante y una política estatal convertida en un espectáculo que, parafraseando al filósofo Manuel Cruz, tras arrinconar a los ciudadanos como simples espectadores corre el riesgo de levantarse un día y percatarse que ya no hay nadie observando la función.

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