Cartas al director

Increíble

Quiero que sepan que no soy esa clase de persona que no sabe perder el tiempo ellas solas y que son el azote de gente, como ustedes, muy ocupadas. A lo largo de toda mi vida he perdido demasiado tiempo, sobre todo en cosas de muy poca y escasa importancia. Y sobre todo rentabilidad.
Lo que sí soy es persona que guardo y cumplo con todo aquello que desde mi más tierna infancia me enseñaron mis mayores sobre los usos y costumbres rituales; todas las mañanas de San Juan me lavo la cara con agua de rosas y flores que he dejado toda la noche a macerar. Lo que nunca hice, ni tampoco quiero hacerlo, es lo que hacía mi tía y madrina, dejar la clara de un huevo en un vaso lleno de agua esa noche mágica de San Juan al rocío y por la mañana descifrar el dibujo que allí había, que era una figura premonitoria (había que echarle mucha imaginación) de lo que me iba a ocurrir durante el año. Si estoy trabajando con la azada la tierra, nunca dejo el surco de tierra abierto, sino que le hago la “mesa”, es decir, lo allano. No puedo dejarlo abierto, pues semeja a la tumba que abro. Más de una ocasión me he mojado por no esperar que escampara.
Me ocurrió a mí. Y si alguien me lo contase, créanme que no se creería, pero como le sucedió a esta persona en todo su estado de derecho normal, incluso me costó creérmelo. Pero me sucedió. Había comprado mi mujer un nogal que plantamos en un lugar de la huerta. Después de unos 23 años exactos, y a pesar de las expectativas puestas en él, no dio ningún fruto, ni pinta se le veía. Planté a sus lados una higuera y una granada, y como las ramas, robustas y gruesas del nogal que medraban de continuo le hicieran ya sombra, un día determiné podárselas para que dejasen crecer a aquellos dos frutales.
Cuando me bajé de la enorme escalera, a punto las piernas de agujetas, todo sediento y cansado de tanta motosierra le eche un vistazo, cerveza en mano, y me arrepentí de tanto trabajo inútil e esforzado, que mejor hubiera sido talarlo, y así lo determiné tajantemente todo enojado por aquella pérdida de tiempo y esfuerzo inútil. Y a ello me puse, pero hete aquí que la poca gasolina de la maquina, con tanta poda, se había agotado y no tenía una gota más en casa. Recuerdo, que en acabándola, le arrojé el casco de la cerveza diciéndole que por esta vez se había salvado. Pásmense, pero aquel año dio nueces primerizas y grandes. Cuando se lo conté a mi amigo y vecino, el más viejo de la parroquia, me dijo que algunas plantas hay que necesitan un maltrato en sus ramas para que den frutos, y, que muchas veces, a fin de alcanzar lo imposible, es conveniente intentar lo absurdo.