Opinión

Vale, mamá

Como sabrán, la reina Isabel II de Inglaterra ha muerto. Si acaban de enterarse y les entra el apuro por acudir a sus exequias, no se preocupen, el cortejo fúnebre no dará con sus huesos en tierra hasta el próximo lunes, cuando se cumplan los once días de su muerte que marca el protocolo para sus veintitrés trienios de trabajo, setenta años de reinado desde su coronación en 1953. Tienen tiempo pues para el recogimiento y la rendición de honores que se presupone del pueblo británico, pero que se ha contagiado a buena parte del mundo entero, tal es el poder del Imperio. Los días de luto oficial se suceden por todas partes, desde el conjunto de los países de la Commonwealth hasta Andalucía o Madrid, Comunidades Autónomas con duelo y banderas a media asta uno y tres días, respectivamente. 

No es de extrañar que los británicos lloren desconsoladamente la desaparición de una reina que no pensaban amortizar por menos de un siglo y que se les ha ido repentinamente a la tierna edad de noventa y seis, sin que ningún achaque hubiera hecho preciso que algún mayordomo le llevase el bolso, lo que hubiera sin duda supuesto un ostentoso signo de alarma sobre su delicado estado de salud. Sin embargo, a la monarca le dio tiempo incluso a recibir con una sonrisa y un apretón de manos a la decimocuarta nueva primera ministra británica, Liz Truss. Isabel II se murió como vivió, cumpliendo con su deber, discreta, aparentemente sin molestar y sin avisar. Cuando ella quiso, no hay nada más majestuoso. La pompa y el boato siguen sin solución de continuidad y ya van llegando los más de dos mil invitados a la ceremonia de despedida y se extiende la cola de más de siete quilómetros y diez horas de espera para ver el féretro real y dar el último adiós a la Madre del Reino Unido.

Pero el muerto al hoyo y el vivo al bollo. “God Save my privileged live”, comienza el reinado del Rey Carlos III y continúan sus vitalicios privilegios y los del resto de la familia Real, que seguirán disfrutando a cuerpo de rey de las prebendas y regalías de la Monarquía. Por lo de pronto, de una fortuna de mamá estimada en más de cuatrocientos treinta y tres millones de euros, que se embolsará directamente y libre de impuestos, a la que se sumarían la inmensidad de los bienes patrimoniales de la Corona, configurando un caudal económico con un valor estimado de 19.000 millones de dólares, que le entronan como Rey mil millonario. Pero si Carlos menospreciara un dinero que le viene de cuna, atesorará sin duda el respeto, cariño, fidelidad y confianza del pueblo británico al que dedicará lo que le queda de vida.

“A la pesada tarea que se me ha encomendado”, ha dicho en el discurso de su proclamación. Y en sus palabras y gestos muchos hemos visto que lo de pesada sonaba a molesto, impertinente, aburrido o insufrible, más que al peso ineludible de la responsabilidad. Que le da pereza y punto. Que con setenta y tres años y un servicio doméstico que le pone incluso la pasta en el cepillo de dientes, hará caso a mamá una vez más -la última- y reinará con apatía y a golpe de berrinches, pero reinará. Con su madre aún de cuerpo insepulto, el mundo entero le ha visto mancharse las manos de tinta con la pluma que la reina blandía con destreza para las rúbricas sagradas, y enfadarse consigo mismo y con su séquito, exigiendo la retirada de la estilográfica maldita, una Montblanc fiel a su dueña hasta la muerte, que habrá hecho reír a carcajadas a Isabel II en su sarcófago.

Vale mamá, a buenas horas, pero reinaré. Ya te vale mamá, con lo bien que estaba yo en zapatillas de cuadros, pijama de seda y Barbour, lejos de los focos mediáticos, compartiendo con Camila, ahora reina consorte o con suerte, la tranquilidad de Clarence House, con mis perrijos. El Rey Carlos III del Reino Unido está en esa edad en la que si se calla le salen subtítulos y en la que la flema británica le produce carraspeo incesante, por lo que dará mucho que hablar. Con la desgana de su nuaeva vida impuesta es muy probable que no haya escuchado el -tal vez- último y útil consejo de su madre en el lecho de muerte, citando a Shakespeare: “No le prestes lengua al pensamiento, ni lo pongas por obra si es impropio”. Su nueva Majestad estará más bien dándole vueltas a otra gran cita de Hamlet: “Cuando las penas atacan, lo hacen no como un espía solitario, sino en batallones”. Ya te vale mamá. 

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