Opinión

Un leguleyo en la playa

Pues, dilecta leyente, desde este apacible pueblo marinero, en el que veraneo, le contaré mis últimas intervenciones como abogado.
¿Ha perdido usted el juicio?
Me encontraba en un chiringuito de Playa América (Nigrán), tratando de olvidar mi identidad como abogado, cuando acertó a pasar por allí una caravana de forasteros que más bien parecían sherpas expulsados del Himalaya. 
Desplegaron sobre la arena una tienda de campaña sin cédula de habitabilidad y los hombres se pusieron a jugar al tenis, cuyo peculiar arbitraje corría a cargo de una mujer de grandes pechos al aire que se balanceaban a la par que el collar que llevaba colgado del cuello.
Mientras aquellos trataban de emular a Santana, ellas se pusieron a criticarlos con tal fruición que no pude evitar la tentación de intervenir para ofrecerles mis profesionales servicios, a lo que al unísono me espetaron ¿Ha perdido usted el juicio? Señoras, balbuceé, eso es lo peor que se le puede decir a un abogado.
La señora de la limpieza
-Ante la diversidad de ataques informáticos, es urgente, por responsabilidad, fortalecer la seguridad. Acudamos a nuestro jurista- dijo el presidente del Consejo de Administración del Banco. 
Como me hallaba de vacaciones, traté de escurrir el bulto:
-Hay que encontrar un experto hacker, dictaminé al respecto.
Estudiaron infinidad de currículos, hicieron multitud de entrevistas, sin encontrar la persona idónea, hasta que este menda, que había interrumpido su merecido descanso, reparó en la señora de la limpieza, a la que había llevado la demanda de divorcio, la que, con toda humildad, se ofreció a sacarles del apuro. Ella era ingeniera informática, había hecho un máster en ciberseguridad, y por diversión había llegado a entrar en los archivos de los servicios secretos americanos, burlando los controles de la CIA.
-¡Qué desaprovechada ha estado esta mujer. Teníamos la solución en casa y no nos habíamos enterado!- exclamó enfurecido el presidente, e inmediatamente mandó despedir al jefe de Recursos Humanos de la empresa, que era primo de un diputado tránsfuga.
 Quería desheredar a sus hijos
En el ecuador de mi descanso estival, tuve que asistir de oficio a un venerable anciano, beneficiario de la justicia gratuita, que solicitaba orientación para desheredar a sus hijos.
La causa era que desde que lo habían ingresado en la Residencia de Ancianos, no lo habían ido a visitar, despreocupándose de él, sin comunicarse por teléfono…, ni una maldita carta.
Le pregunté, (procurando no ser desconsiderado), que siendo pobre, de qué quería despojar a sus herederos. Entonces le salió el poco orgullo que aún le quedaba y me espetó: “Del amor que les tenía como padre”.  
“No quiero que se les informe sobre mi muerte, para que no organicen un  fingido funeral con esquela de sus ‘desconsolados hijos’. Yo ya no tengo hijos, por lo que no tienen derecho sobre mis restos, pues me negaron su afecto cuando estaba vivo. 
Como dejó dicho Séneca “La ofensa exige una repulsa proporcional”. Y solo un majadero, como yo, pudo decidir involucrarse en la defensa de los legítimos, aunque taumatúrgicos sentimientos de aquel vulnerable nonagenario. Al final triunfó el amor paterno filial, y yo me fui a celebrarlo con mi bolly en el “Manyar”.

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