Opinión

Un millón por verte desnuda

A las mujeres les entra el amor por los oídos; si las haces reír las harás gemir”, le dije. Era un tipo culto, alto y no mal parecido; algo paspán a la hora del flirteo. “Entonces lo ideal sería hablar el idioma de los pájaros, con palabras que fueran arrullos, canciones, cosquillas y caricias”, dedujo. “El secreto está en hacerlas reír –insistí- no en trinar como jilgueros. Y le recordé los versos de Quevedo: “¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?”: Siempre, sobre todo si vas con la verdad por delante. “¿Nunca se ha de decir lo que se siente?”: Nunca, con las féminas sale más a cuenta mentir; o decir gilipolleces, tipo: ¿Tu padre es arquitecto?, aunque tenga las medidas de una foca; ¿Tú crees en el amor a primera vista o regreso más tarde?, aunque sea una petarda y te provoque salir pitando; ¡Tienes los ojos más grandes que los pies!, aunque los tenga entontecidos por el humo de la risa boba. Hay que mentir; mentir a discreción, mentir matando”.

Estábamos en una cervecería de gente pija: ganadería en exhibición: tetas, tatoos y tarados. Entonces la vi venir (la vista periférica de las hembras cuando se trata del cortejo es panorámica); nos estudiamos: era alta y delgada, ¡bendita talla!, y sigilosa como la sombra de un ciprés; incongruente, con cara de yo no fui y cuerpo de no me creas; un rara avis (in terris), capaz de enloquecer al mismo Darwing. “Perdona, ¿tienes un segundo?”, salí a su encuentro. Por un momento tuve la tentación de santiguarme. Pero no me arredré: yo era un furtivo, un trampero del querer, un urdidor de azares. Además quería darle una lección práctica a mi amigo. "Hola", fingió; y con los ojos: "espero que lo que tengas que decirme merezca la pena, pringao". Juro como hay dios, que así se hubiese tratado del último ejemplar vivo de todas cuantas especies habitan el planeta; así, maldita sea, me volase los piños con el rebote, no pude evitar dispararle a bocajarro: "Sé de alguien que pagaría un millón de dólares  por verte desnuda". Y escrita en un posavasos, le entregué una nota.

Huyó despavorida como pájaro a merced del temporal; iba tocada del ala, lo adiviné por el frenético zigzag de sus caderas. Al salir del baño volvió directamente a nuestra mesa. “Llevaba un día horrible, gracias por hacerme reír”. “¿Podemos invitarte a una copa?”, aproveché más rápido que el rayo. “Estoy con unas amigas, pero anota mi teléfono si quieres”.

Mi amigo, el grandullón, se puso incluso belicoso: ¡Dime qué le escribiste o no respondo de mí!”. “Primero invita a un par de wiskis”. “¡Camarero, dos Johnny Walkers!”, chilló por encima del gentío. “Blue label”, exigí. “¿Y bien, qué le escribiste?” “Stevie Wonder”, respondí.

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