Nuestra cultura está sembrada de valores positivos. Es notable el reconocimiento teórico de los derechos de la persona. Incluso se ha llegado a concreciones substanciales formuladas en documentos aceptados por la mayoría de las naciones; aceptación teórica, al menos.
Pero, sobre todo, están inscritos en el interior de la gran mayoría de las personas y forman parte de una sensibilidad ampliamente extendida. Nos queda un reto fundamental: convertir progresivamente en realidades gozosamente vividas lo que proclamamos con facilidad en nuestras afirmaciones y en nuestras reclamaciones.
Se percibe una aceptable sensibilidad hacia la justicia social. Lamentamos que no repercuta más ampliamente en las conductas de las personas, los grupos y las sociedades; pero ciertamente se ha avanzado mucho en el reconocimiento de esta exigencia fundamental para una vida humana normal y gratifican te. Al mismo tiempo, disponemos de medios suficientes para dar cauce efectivo a su realización. También en este campo las necesidades abundan en la traducción práctica generalizada.
Es creciente la toma de conciencia de una indispensable solidaridad con la naturaleza. Hay reuniones de alto nivel, insistencias en medios de comunicación, pronunciamientos de alerta de grupos bien informados, una valoración positiva de los beneficios de un cuidado apropiado. Claro que no faltan desaprensivos que no miden el alcance de acciones verdaderamente devastadoras.
Están en marcha diversos movimientos de liberación humana. De distinto calado, es verdad; y, desde luego, con diferentes motivaciones, procesos y perspectivas. ¿No podríamos hacer algo más, desde la coincidencia fundamental de centrarnos todos en el bien integral de la persona?
Somos más tolerantes. Quizá, por eso mismo, resultan más espectaculares las excepciones. Y seguramente nos beneficiaríamos todos de una tolerancia más fecunda si la convirtiéramos en un respeto positivo que favorece el bien inapreciable de la vida propia y ajena.
