Opinión

La necesaria alegría

Sin duda tenía que ser así. El papa Francisco acaba de beatificar a Juan Pablo I, Albino Luciani, que apenas estuvo 33 días en el solio de Pedro. Un mes de septiembre le bastó para contagiar al mundo de algo muy necesario que es la alegría. Con su sonrisa, el papa Luciani logró transmitir la bondad del Señor. “Es hermosa una Iglesia con el rostro alegre, un rostro sereno y un rostro sonriente, que nunca cierra las puertas, que no endurece los corazones, que no se queja ni alberga resentimientos, que no está enfadada, una Iglesia no enfadada, ni es impaciente, que no se presenta de modo áspero ni sufre por la nostalgia del pasado”, afirmó Francisco.
Desde el momento de su elección todos hemos podido ver esa inolvidable sonrisa en su rostro que le hizo atractivo. Sucedió a san Pablo VI, que tenía un estilo único. Falleció en aquel verano de 1978 en su residencia veraniega de Castelgandolfo con muchas coincidencias. Murió un 6 de agosto precisamente cuando hacía años de la publicación de su primera encíclica programática, la “Eclesiam Suam”, sobre el diálogo que pretendía fuese el estilo del pontificado que el Vaticano II pudo observar.
Sin duda un gran papa Giovanni Baptista Montini, que conocía muy bien el Vaticano y con un estilo literario extraordinario y un conocimiento del pensamiento de su tiempo. Todo eso muy cierto pero le faltó la empatía necesaria para transmitir alegría en un mundo entristecido por tantos avatares que se ciernen sobre él. Un gran papa el antiguo cardenal de Milán, pero sin esas dotes necesarias.
Por eso cuando Luciani salió elegido, desde el momento en el que apareció en la Logia mayor de San Pedro, toda la humanidad católica respiró contenta porque era un presagio de un cambio necesario de estilo porque el contenido cierto ya lo había dejado Montini. Por eso el nuevo beato ahora elevado a los altares fue llamado “el papa de la sonrisa”. Así lo definió Francisco en la plaza de San Pedro el día de la beatificación. Es lo que necesita este mundo de hoy en guerras permanentes. Unos días después, Francisco recordó al mundo que esta época tiene hambre de paz, de felicidad y alegría. La homilía de la beatificación es un cúmulo de esperanzas; dijo que el papa Luciani con su sonrisa “logró transmitir la bondad del Señor”. 
“También hoy, especialmente en los momentos de crisis personal y social -dijo el papa Luciani-. Somos objeto, por parte de Dios, de un amor que nunca decae” (Ángelus, 10 septiembre 1978). “Y que ilumina también las noches más oscuras. Porque si quieres besar a Jesús crucificado no puedes por menos de inclinarte hacia la cruz y dejar que te puncen algunas espinas de la corona, que tiene la cabeza del Señor” (Audiencia General, 27 septiembre 1978). Y entonces acabamos por vivir a medias sin dar nunca el paso decisivo, esto significa vivir a medias. El nuevo beato vivió de este modo: con la alegría. Pidámosle que nos obtenga “la sonrisa del alma que no engaña, y supliquemos, con sus palabras, lo que él mismo solía pedir: Señor, tómame como soy, con mis defectos, y mis faltas, pero hazme como tú me deseas”, acabó diciendo el actual pontífice.
Su ejemplo sigue siendo fundamental para esta Iglesia que a veces da una imagen seria y triste muy lejana del mensaje evangélico. Son muchos los puntos tristes que acechan a la sociedad en general y a la Iglesia en particular. Por eso parece muy oportuno que el papa eleve a los altares una sonrisa que debiera ser el santo y seña de los seguidores de Cristo porque la alegría de la Resurrección así lo reclama: “Et gadium vestrum nemo tollet a vobis”. Nadie podrá arrebatar esa alegría nacida del sepulcro vacío de la mañana de Pascua.

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