Opinión

Y ahora, después de Feijoo, ¿qué?

No, no es que Feijoo haya pasado, como su antecesor Casado, o como tantos otros, a la historia del anonimato. No comparto los exagerados cantos a las excelencias parlamentarias del líder de la oposición, pero no cabe duda de que Alberto Núñez Feijoo se afianzó como eso: como líder de la oposición, y, salvo sorpresas mayúsculas tras la votación definitiva de su (no) investidura este viernes, continuará siéndolo. Y, además, creo que será, salvo los desplantes y las actitudes no muy educadas de Pedro Sánchez, un buen jefe de la oposición. Aunque nunca sea, y no por su culpa precisamente, llamado a departir asuntos de Estado con el inquilino de La Moncloa.

Pero lo que la sesión de (no) investidura de Feijoo nos ha dejado, por si hiciera falta, es la constatación de las profundas anomalías que gravitan sobre la vida política española. Y, a partir de este viernes, en el que los resultados de la votación parlamentaria serán exactos a los del miércoles (salvo, ya digo, mayúsculas sorpresas, siempre con cabida en el surrealista tejido político nacional), vamos a vivir una exacerbación de esas anomalías. Quizá la semana próxima el jefe del Estado inicie ya sus consultas con los grupos parlamentarios (los que quieran ir a La Zarzuela, claro, que no serán todos) para determinar a quién le encarga, a continuación, el intento de resultar investido. Y en la plaza solo queda Pedro Sánchez... ¿con qué apoyos para lograr seguir en el cargo?

Claro, es un tópico decir que toda la carga de la prueba le corresponde a Puigdemont, hacedor y desfacedor de los entuertos de investidura. Bueno, a Puigdemont y a Oriol Junqueras, el líder de Esquerra, que cada vez más frecuentemente se pasea entre los leones de las Cortes. No figuro entre la mayoría segura de que el pacto con el de Waterloo está hecho, a falta de flecos y detalles. Porque, aunque así fuese, a continuación Sánchez, en lo que será una sesión de investidura convertida casi en un debate sobre el estado de la nación, tendrá que pactar con la sociedad española, a la que deberá dirigirse más aún que a los parlamentarios que pueblan los escaños.

En su discurso de investidura, Sánchez también habrá de mirar a los ojos de los jueces, irritados hasta el extremo, sobre todo en el Supremo. A la patronal, que ya ha proclamado un tajante `no` a la amnistía y a las otras cesiones que piden los secesionistas. A las instituciones, comenzando por una Jefatura del Estado que, obviamente, no puede estar nada contenta con lo que viene, en vísperas de conmemorarse el quinto aniversario de aquel discurso del Rey el 3 de octubre sobre la situación catalana. A la sociedad civil. A su propio partido, escindido de hecho entre los `veteranos` que dirigieron el PSOE y el Gobierno y la `mayoría social` actual.

Demasiados frentes como para no pensar en el desgaste tremendo de un gobierno sobre el que influyen una veintena de partidos, un Ejecutivo de la UE, un Senado y unos gobiernos autonómicos hostiles y unas hemerotecas que el interesado quisiera olvidar y unas encuestas que quisiera no haber conocido, porque más de la mitad de los votantes socialistas manifiestan su discrepancia con lo que, de una manera u otra, habría de hacer Sánchez para mantenerse a flote.

Y ningún gran `pacto social` se puede hacer minimizando, como hasta ahora, a Feijoo. Porque implicaría retoques en la Constitución, en leyes importantes (como la del Gobierno, hoy constantemente incumplida), en el Código Penal, en la planificación económica y en el equilibrio territorial. Así que sospecho que, después de Feijoo, habrá, en otro plano, más Feijoo. Y que alguna vez, pese a su carácter desabrido para con él, Sánchez tendrá que invitar a Feijoo a La Moncloa. Y hasta sonreírle. Eso, o tirar la toalla y aceptar unas nuevas elecciones para el 14 de enero, algo que, en este momento, no deja de ser una posibilidad abierta, aunque no sea una probabilidad. Porque ocurre que Sánchez no es de los que tiran la toalla: el combate hasta que alguien quede KO es más bien lo suyo. Y Feijoo, tocado, no está KO. ¿Podría llegar a estarlo Sánchez?

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