Opinión

Locuras de carnaval

Provengo de demarcaciones en las que muy poca gente le hace caso a los carnavales y no existe en ellas tradición alguna, a pesar de que las crónicas de antaño perseveran en el dato de que Larra se voló la cabeza allí un domingo de Carnaval con mucha gente en la calle celebrándolo. Debe ser por eso por lo que nunca he sentido el menor apego por unas fiestas que, sin embargo, despiertan entusiasmo y locas pasiones en la mayor parte del país y no digamos en otras latitudes donde es casi una religión. Recuerdo haber coincidido con los carnavales en la ciudad alemana de Colonia en la que todo el mundo pierde la cabeza y sale a la calle con el culo al aire a pesar de que los termómetros  bajan de los 0 grados y habitualmente las calles están cubiertas de escarcha o de nieve lo cual tiene mucho más mérito que hacerlo en Cádiz, Tenerife o Río de Janeiro donde uno puede asomarse al exterior en calzoncillos y tan ricamente. Me recuerdo a mi mismo embozado hasta las orejas y los celebrantes recorriendo la cuidad en pleno jolgorio y poco menos que ellos y ellas en paños menores.
Pero si a mí las festividad no me resulta simpática y procuro mantenerme  serenamente al margen de sus celebraciones, es sin embargo comprensible que el mundo en general las celebre con el desenfreno necesario del momento, porque para eso están y significan lo que significan. Y  mucho más que significaron en tiempos en los que la proximidad de la Semana Santa  proponía una vuelta a las tinieblas y la necesidad casi angustiosa de liarla antes de sumergirte en un periodo tan oscuro e inquietante como el tiempo de la pasión con mortificaciones y ayuno incluidos.
Pero esa pérdida del pudor que caracteriza a unas fiestas de naturaleza pagana en las que se propone expresar el lado más lúdico y terreno de la condición humana, debe guardar sus límite al contrario de lo que han hecho en Torrevieja donde no se les ha ocurrido otra cosa mejor que sacar a la calle una comparsa compuesta por niñas menores de edad en bragas y liguero lo cual es una barbaridad que no admite disculpa. Aceptable podría ser incluso que, como ya pasó hace años en Tenerife, un juez presidiera un tribunal vestido de mosquetero, pero lo de las criaturas en lencería rebasa todo lo expuesto.

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