Opinión

Jubilación, sin júbilo

Pues, dilecta leyente, si tiene el tiempo y paciencia necesarios para coger el diccionario, comprobará que la pensión es tanto un establecimiento público como también una cantidad de dinero que un organismo oficial paga.
Es frecuente utilizar como sinónimos pensión y jubilación, sin embargo la pensión es lo genérico y la jubilación lo específico. En la pensión de jubilación, encima te prohíben trabajar, pues nuestra madrasta Hacienda te puede retirar los exiguos talegos si ve que todavía respiras. O sea, que encima de cornudo, apaleado.
Hay pensiones contributivas y no contributivas. La de jubilación es un derecho inalienable, pues consiste en que te devuelvan lo que tú has pagado a través de tu vida activa, para llegado este momento en que te mandan para casa por viejo o enfermo, con más o menos “júbilo”. Lo curioso es que ya no cobras de las deducciones que te han ido descontado, sino de las que le van retirando a los de la siguiente generación, como una especie de estafa piramidal, que estallará cuando los funcionarios o trabajadores en activo sean inferiores en número a los jubilados. Así que cuidadito con tocarnos la pensión de jubilación porque puede que no haya suficientes prisiones en donde meter a los que políticos culpables del estallido de la burbuja.
Luego hay otro tipo de pensiones no contributivas, que se deben al estado de bienestar social y a los llamados derechos humanos, que son otra cosa.
Pues bien, siguiendo con la segunda acepción, ya es significativo que no se le llama hotel o al menos hostal. Por el contrario se le reserva la acepción más baja en el orden hotelero. Lo peor es que encima, la mayoría se queda en media pensión. Es decir el equivalente a derecho habitación cutre, desayuno y una sola comida. Eso sí sin calefacción ni agua caliente, baño compartido y teléfono de uso común.
Permítame, dilecta, que le cuente la historia de un general jubilado:
Al viejo general le dijeron un día que la Patria le agradecía los servicios prestados, le dieron una medalla, una discreta paga de jubilación, le recomendaron que no volviese a ponerse el uniforme ni las medallas y que no hablase de otro Jefe de Estado que no fuese el Rey. Y se volvió a su pequeño pueblo, en donde aún conservaba algunas tierras heredadas de sus latifundistas antepasados, arrendadas a los lugareños.
Como otros hombres, preservaba el instinto primitivo del alma de cazador. El arte cinegético le recordaba su larga permanencia en la milicia: la fascinación por las armas; el olor a pólvora y tierra mojada; los amaneceres inciertos hasta que el incipiente sol hace su tímida aparición entre las copas de los árboles; la vida al aire libre, sintiendo como el viento golpea el rostro, mientras las botas se hunden en el barro y los arbustos fustigan el cuerpo; la emoción del encuentro con la presa, desafiando el peligro de caer en una trampa colocada por otros hombres o recibir un disparo de otro cazador novato, de ser engullido por el traidor pantano o desplomado desde el escarpado desfiladero, hasta culminar la montería exhibiendo con orgullo el animal abatido.
Cuando los arrendatarios se quejaban del daño causado al ganado por un animal salvaje, mostrándole las reses muertas o malheridas y los destrozos de las cosechas, se echaba la escopeta al hombro, ordenaba a sus fieles perros que siguieran la pista de la bestia, la hicieran salir de su guarida, la acosaran hasta atraerla hacia su puesto, y cuando la tenía delante salía a su encuentro, comprobaba como aún se relamía con la sangre de sus víctimas en sus fauces, con pulso firme apuntaba entre los ojos de la alimaña y de un certero disparo acababa con su vida.
En la pared del salón, al lado de la chimenea, exhibía como trofeos las cabezas disecadas de aquellas fieras, mientras sin entusiasmo explicaba a sus contertulios las incidencias de la batida.
Como verá, dilecta, cada jubilado tiene su entretenimiento. Los mediopensionistas bastante suerte tienen con encontrar el baño libre.

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