Hace muchos, muchos años, un Príncipe de Gales se remetió las perneras del pantalón en los calcetines para tener más libertad de movimientos en el campo de golf, y poder agitar el palo y darle a la pelotita con mayor comodidad. Ahí nació el pantalón de golf o bombacho. Hace tres decenios, en las urbanizaciones que fueron creciendo alrededor de las grandes ciudades, los jóvenes ejecutivos, hartos de ir con traje y corbata de lunes a viernes, impusieron la cazadora y la camisa con el primer botón desabrochado para los fines de semana. Ese uniforme fue rápidamente imitado por la clase política emergente, y, si veías a Felipe González con la cazadora de ante, ya sabías que era sábado o domingo.
Hace cuatro o cinco lustros, los pequeños delincuentes de Brooklyn y Harlem, tras salir de la cárcel, donde estaba prohibido el uso del cinturón, decidieron seguir sin usarlo, y los bajos de los pantalones vaqueros se les deshilachaban, pero su visión imponía respeto y admiración: ya habían estado en la cárcel, ya estaban curtidos. Y de ahí viene esa moda que a la gente que hemos pasado el medio siglo nos parece zarrapastrosa.
Lo último es el chándal. Contemplo a Maduro, el autoproclamado presidente interino de Venezuela, ataviado con un chándal. Fidel Castro aparece ya siempre con chándal. Y el fallecido Hugo Chávez también iba con chándal a la televisión. Me imagino que estamos ante el nacimiento de una tendencia, y, partir de algún momento, en los funerales, en las tomas de posesión, en las comparecencias parlamentarias y otras ceremonias prosopopéyicas, habrá que ir en chándal. Trato de imaginarme a Rajoy o Rubalcaba, en chándal, y compruebo con tristeza que mi imaginación es muy poco potente.
La actividad política cada día es más dura y áspera. Hay que contarle incluso al que no te vota lo que ganas; que esté al tanto del modelo de automóvil que usas y de lo que vale el piso en el que vives. Pero lo del chándal me parece insuperable. Estoy convencido de que si para ser de izquierdas hay que ir en chándal a todas partes se van a frustrar muchas vocaciones políticas. A lo peor es una maniobra del imperialismo capitalista para debilitar a la socialdemocracia.