Opinión

La ignorancia debería ser delito

Qué sabios eran nuestros incultos ancestros. Mi abuela Julia, mujer de mil verbigracias y exiguas viceversas, era un iletrado pozo de sabiduría. No conocía los grafemas, ni los números arábigos, ni los signos diacríticos; su firma era digital (firmaba con el dedo), pero cuando a falta de buena praxis intentaba alguien driblarla por el flanco de la verborrea, le zancadilleaba diligente: “deixate de leria” (corta el rollo, para los que no entendáis la lengua de Rosalía).

Era de Xacebáns, en la falda de la Sierra de Penagache; el mundo carburaba en analógico, Ourense todavía en blanco y negro. Julia, mester de sus labores, oreada por las intemperies y cincelada por la penuria, se casó con mi abuelo Antonio, capitán de carabineros, que a lomos de su alazán la impresionó con su uniforme e hidalguía: “A Serra de Penagache/ o subila costa moito/ pero ten unhas faldiñas/ que a calquera volven louco”. Julia, “doña Julia” para quienes la trataban, a pesar de ser analfabeta fue quien llevó las riendas del hogar, la matriarca, el oráculo interactivo de vecinos y familia. Sus hijos, todos ilustrados, hicieron carrera en diversos oficios. Un servidor, a mucha honra, aún porta su denominación de origen.     

Analfabetos los ha habido siempre. Muchos en Galicia. Pero antaño ellos mismos se consideraban una afrenta, un estigma social (la autoestima de los gallegos tampoco es que deslumbrara por su brillo); ansiaban aprender, se les iba en ello el deseo reprimido de un deseo; la vida no les daba para tanto. “Para el descanso del asno” dijo, rebuznó más bien, el sobrevalorado filósofo vasco Miguel de Unamuno que habían sido creados los gallegos.
Hogaño, como aquellos burgueses rentistas del siglo dieciocho que se exhibían por el boulevard con la parienta, se lleva del bracete  (tatuado, a poder ser) con ínfulas de sapiencia la incultura; se presume de ser cateto, de no haber entrado jamás en un museo, de no pisar ni por asomo una biblioteca, de no haber bebido en otro códice de ciencia, que no sea el huero mamotreto de las redes sociales.

La ignorancia se cura, la estulticia es endémica; la ignorancia es el germen de la división, del racismo, del sexismo, de la violencia; la estulticia es tendencia: “stultorum infinitus est numerus” (el número de idiotas es infinito). La hodierna juvenil pedantería, hace que la ignorancia se cronifique y devenga en amenaza: “perversi difficili corrigitur” (los perversos difícilmente se corrigen). El ignorante contemporáneo es malvado, abusivo, ignominioso: teniendo todos los medios a su alcance, no quiere aprender. Luego pasa lo que pasa, y nos escandaliza. 

La ignorancia, en la era de la información, de la conectividad, de los JASP (jóvenes, aunque sobradamente patanes), debería ser delito.

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