Opinión

Carta de un neonato

Fui deseado, buscado y concebido en un hotel de cuatro estrellas. Mis padres, entre risas, paseos por la playa, desayunos con diamantes y románticas puestas de sol le escribieron a la cigüeña una carta lenta, larga, amorosa… sin faltas de ortografía; llevaban practicando desde que se hicieron novios, imaginaos… bueno, mejor no os lo imaginéis. 
 Desde la primera falta se pusieron como niños. Se lo contaron a todos sus amigos, a toda la familia… a mi abuelo; mi abuelo está batallando contra una de esas enfermedades de la que huiría como un cobarde si pudiera: se puso contentísimo.
 Desde el principio mi madre me cuidó: se cuidó de no beber, de no engordar, de llevar una vida saludable; se hizo todo tipo de pruebas, cribados, serologías; me sentía tan bien en su vientre que esperé hasta la semana 41 para nacer.   Pese a tener seguro médico, mis padres habían decidido que yo naciera en el “Álvaro Cunqueiro”, un hospital público. Les habían hablado muy bien de sus instalaciones. Además, hoy en día, el milagro de la vida ya no es una cuestión de fe: con siete mil quinientos millones de personas en el mundo, en una ciudad como Vigo, parir no debiera representar ningún problema…
 Ay, pero no. Y es un “¡ay!” de carne herida. Y no se trata de enfatizar lo negativo. Ni del principio empírico de que todo aquello que pueda salir mal saldrá mal. No. En este caso Murffy fue invocado en un cónclave de hechiceras que danzaron al lado de mi madre hasta que casi comparece la tragedia. 
 Nos mandaran ingresar el sábado, 22 de julio. Nos tuvieran 24 horas en observación. Al parecer, lo deseable es que yo saliera por mi propio advenimiento. Y me parece bien. Pero el domingo ya le administraron a mi madre un medicamento que le induciría el parto; estuvo todo el día y toda la noche alumbrando, aunque para mí que veía las estrellas. El lunes –cuatro guardias hospitalarias se habían pasado ya el relevo-, aún seguían mareándola: que si incorpórate, que si ponte de costado, que si ya rompiste aguas… y venga tactos; y venga cháchara; y venga peña, demasiada: para parir, como para hacer el amor, se requiere intimidad. 
 Yo quería verlo todo, venía boca arriba, pero esa postura no era la ideal; así que me tenían esperando, monitorizado, a que San Juan bajase el dedo. Y a cada rato le decían a mi madre: uy, que le bajan las pulsaciones al niño, date la vuelta; uy, que le volvieron a bajar, ponte de lado; a ver así, parece que le suben, quédate quieta. Y así. Os juro que me sentía como en esas películas en donde torturan a los detenidos asfixiándolos con chorros de agua… Y claro, se les fue la mano.
 Entonces empezó el correcorre: ¡Bradicardia fetal mantenida, preparen quirófano! Y una matasanos llamando por teléfono a un número que no respondía. Y, ¡venga!, ¡vamos!, ¡rápido! Y mi madre cagada. Y yo acojonado. Perdonad que sea tan escatológico.
 Total, que nací con apnea, hipotónico, que tuvieron que ponerme ventilación mecánica y fue en torno al minuto de vida que recuperé la frecuencia cardíaca. Los segundos corren, como la sangre. Sufrí muchísimo: intubación endotraqueal, electroencefalogramas, radiografías, cateterismos… Allí tenían de todo. Menos sentido común. Estuve ocho días hospitalizado. Me privaron de abrazar a mi madre que ya se sentía inútil, como su esfuerzo, como su leche. Angustiaron a los míos. Y lo más alucinante, se escudaron en que “siguieron el protocolo”. Menuda panda de malhechoras. 

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