Opinión

Semana de Pasión turística

Mi adolescencia en el sur suena a tambores y cornetas, huele a cera y aún se estremece con la saeta de Antonio Machado. Fue la fe de muchos de mis mayores. El espectáculo de la Semana de Pasión se utilizó durante infinidad de años como moneda de curso obligatorio que aún no se ha depreciado totalmente, por fortuna, como manda el devenir de la historia y de la modernidad. Este fenómeno cultural y religioso tiene una importante relación con las historias locales donde, cómo en Ferrol o Santiago -ciudad levítica por excelencia-, la conjunción entre el culto y las costumbres se ha ido depurando o tergiversando a lo largo del tiempo, según han soplado los vientos de las creencias, del comercio y de la vida política. 
Pervive la creencia de que esta fiesta ha tenido una igualdad tradicional desde tiempos remotos. Sin embargo es fácil descubrir que la costumbre procesional de nuestro tiempo trae ecos relativamente cercanos aunque las raíces puedan ser antiguas y gremiales. Si nos aproximamos a las memorias de los gremios medievales comprobaremos que en las ciudades históricas tuvieron una gran implantación. Basta con pasear sus calles e imaginar cómo en las llamadas Ollerías abundaron los alfareros; en Zapaterías los fabricantes y arregladores de calzados; en las plazas de los Ajos, los mercaderes de cebollas, ajos y otras liliáceas; en la de las Armas los armeros; en el Franco los cambistas; en Bodegones o Taberna el territorio de Baco… También existieron importantes gremios de constructores sobre quienes se sustentó la masonería tradicional, artífices de la mayoría de nuestros grandes templos. Todos ellos procesionaron su fe.
Sí, fueron los gremios los primeros en airear a sus santos patrones en la Edad Media desde el año 1050, para pedir limosnas o para mostrar la riqueza de cada cofradía. Pero no será hasta el siglo XVI cuando se cree el ritual teatralizado que hoy conocemos. Y serán los franciscanos quienes lo propicien en Italia, España y Portugal. Los gremios, en decadencia, abandonaron a sus santos patrones y se uniformaron en cofradías penitentes, más por mantener el rito que por devoción, pero continuaron compitiendo por mostrar al pueblo el poder económico del grupo enriqueciendo los pasos o tronos, vestimentas, nazarenos, aperos de representación, flageladores, etc. El barroco saltó a la calle con su hojarasca y expresiones tétricas, como demuestra que las principales imágenes que desfilan son de esa factura.
Desde las postguerras del siglo XX las hermandades perdieron la pátina devocional auténtica pero mantuvieron la inercia del ritual. En mi adolescencia y juventud nos vestíamos de nazarenos con el mismo entusiasmo de ir a un guateque. En las grandes urbes, como Sevilla, Málaga, Murcia o Zamora, por poner ejemplos señeros, la pasión se convirtió en reclamo turístico. La vieja competición de los gremios se centra ahora en el poder de convocatoria de cada cofradía, el número de presuntos penitentes, la aglomeración de espectadores, la ocupación hotelera… Enseguida el empeño se ha transmutado en estrategia política para situar a pueblos y ciudades, aún sin tradición cofrade, en el ranking del teatro religioso. No tardaremos en ver a algún alcalde presumiendo de tener el número mayor de imágenes recorriendo las calles, de las toneladas de cera consumida… Y acabarán dándole la razón a Machado cuando escribió: “¡No puedo cantar, ni quiero/ a ese Jesús del madero, /sino al que anduvo en la mar!”.

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