Opinión

La trascendencia de la palabra dicha

A la vista de un cúmulo de descabelladas manifestaciones formuladas tanto desde los bancos del gobierno como los de la oposición, aquellos administrados a los que la cuestión política les parezca materia que necesita ser desempeñada con rigor y respeto, no podrán hacer otra cosa que prepararse concienzudamente para lo inevitable. Que un ministro de la Corona pontifique privando de su condición de residencia de la soberanía nacional al Senado por el mero hecho de ser una cámara de ámbito territorial es un disparate que denota un absoluto desconocimiento,  probablemente el motivo más específico para que se produzcan estos dislates cada vez más frecuentes entre los que componen la llamada clase política. Parece difícil de aceptar, pero la mayor parte de los errores de bulto expresados en las comparecencias públicas de ambos bandos no tienen su origen en un deseo partidista de la interpretación del reglamento, sino en el puro desconocimiento. En la incompetencia, en la falta de preparación y en la desidia.

Es, y esta conclusión personal me produce incluso mayor desazón que si los disparates brotaran de un plan estratégico,  un fenómeno de incultura. Y es esa incultura la que nos coloca en manos de uno de los estamentos políticos intelectualmente más pobres de la Unión Europea y, con toda seguridad, la que nos hace dependientes de la clase política peor preparada de nuestra propia historia. 

La situación es tan desoladora que mortifica. Y es que bajo todo ello subyace el hecho de que cada uno de aquellos que nos representan en el Parlamento no tiene verdadera conciencia de la trascendencia de aquello que representan. Tomar la palabra públicamente y decir imbecilidades es la demostración inequívoca de que nadie de quienes a día de hoy ocupan cargos públicos se ha tomado la molestia de reflexionar en profundidad sobre lo que el desempeño de un cargo de esta naturaleza significa y su proyección futura. Nada de lo que diga un ministro es gratis, nada de lo que prometa y nada de lo que exprese debería ser superfluo, y la trascendencia de su oficio es la que le obliga a ocupar un lugar en el porvenir. Por lo tanto, es exigible la sensatez, el equilibrio y la madurez y la responsabilidad de todo lo que se dice. Mi palabra se la llevará el viento y más vale que así sea. La de un representante parlamentario de máximo nivel se queda. Y estos todavía no lo han comprendido.

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