El dolor sincero y profundo reflejado en un torrente de lágrimas corriendo por las mejillas de un joven jugador de fútbol que no ha cumplido veinte años y que vive asediado por los rugidos de hinchas sin corazón, maltratadores y racistas, ha servido para despertar la conciencia de un país puerilmente convencido de que el racismo es cosa de otros. Al menos, hasta que ha llegado Vini para ilustrarnos y advertirnos con lágrima en los ojos, de que esa hipótesis tan extendida tiene muy poco de cierta y que, como botón francamente ilustrativo, está él mismo. Él es el ejemplo más nítido y esclarecedor de lo que somos, y la razón más contundente de que tenemos que dejar de mirarnos el ombligo. Vini sostiene la mirada y nos reclama compungido simplemente sinceridad y honradez. Nos advierte, –y tiene razones suficientes para ello- que no nos queda otro remedio que hacer examen de conciencia y aceptarnos como somos como primer paso decisivo para modificar una tendencia escondida entre los pliegues de un estamento social despistado y dubitativo que lucha permanentemente contra el temor de ser identificado con una práctica tan vergonzante como la xenofobia y el pánico reprimido pero siempre expectante de poder serlo incluso y seguramente sin querer serlo.
Cuando se nos pregunta si nos consideramos habitantes de un país racista, la respuesta suele tardar en aflorar y suele ser afirmativa. Cuando se nos pregunta si nosotros creemos serlo, respondemos tajantemente que no. Pero cuando meditamos esa respuesta enfrentándola a nuestra propia conciencia, habitualmente brotan las dudas. Yo no soy racista, -respondemos- pero conozco alguno de mi propio ámbito que sí lo es. Uno no es racista. Lo es el vecino.
El racismo es, sin duda, una lacra y una ignominia. Y un mal endémico que no solo se manifiesta con carácter exclusivo en la hostilidad por quienes tienen la piel de un color diferente. Hay muchas muestras de racismo latente y paradójicamente casi inadvertido. Pero la única manera de combatirlo es aceptar primero su presencia y hacerlo partiendo de una posición individual. De una toma de conciencia serena y sincera con uno mismo. Vini nos está obligando a pensar. Es un chaval de veinte años que sufre. Pues escuchémosle que ya va siendo hora.
Cuando se nos pregunta si nos consideramos habitantes de un país racista, la respuesta suele tardar en aflorar y suele ser afirmativa. Cuando se nos pregunta si nosotros creemos serlo, respondemos tajantemente que no. Pero cuando meditamos esa respuesta enfrentándola a nuestra propia conciencia, habitualmente brotan las dudas. Yo no soy racista, -respondemos- pero conozco alguno de mi propio ámbito que sí lo es. Uno no es racista. Lo es el vecino.
El racismo es, sin duda, una lacra y una ignominia. Y un mal endémico que no solo se manifiesta con carácter exclusivo en la hostilidad por quienes tienen la piel de un color diferente. Hay muchas muestras de racismo latente y paradójicamente casi inadvertido. Pero la única manera de combatirlo es aceptar primero su presencia y hacerlo partiendo de una posición individual. De una toma de conciencia serena y sincera con uno mismo. Vini nos está obligando a pensar. Es un chaval de veinte años que sufre. Pues escuchémosle que ya va siendo hora.