Opinión

Las ratas abandonan el barco

Nuestra especie camina descalza en un campo minado de microorganismos y ni siquiera nos enseñaron cómo debemos lamernos las heridas. Acrimonia de los seres vivos. Huésped contra hospedador. Realismo trágico.

Inoculado por el virus del consumismo el mundo desarrollado se consideraba vacunado contra la humildad, que solo parecía parasitar a los más frágiles. Su solidaridad, en medio de tanta omnipotencia, resultaba ominosa. Esta vez no bastará el minuto de silencio institucional, el berrinche de las ONG o el manoteo urbi et orbi en la ventana vaticana. Ni siquiera servirá el rezar. “Ubi amor, ibi óculos”; los dioses están cada vez más distraídos, ya no miran hacia abajo. Somos criaturas al albur de nuestra mismidad.

Los políticos huyen del trasunto de las hemerotecas como el perro del estruendo de las latas amarradas a su cola. Fanáticos del yo, esta panda de niñatos advenedizos de lengua larga, luces cortas y credibilidad escasa, en vez de acudir al puente de mando del Parlamento para tratar de mantener a flote el barco varado de nuestra sociedad, lo primero que hicieron fue cerrar sus puertas. Huir como ratas. Si volvieron al Congreso (los portavirus de la demagogia) fue para hastiarnos con su moralina todo a cien, su resiliencia low cost y sus chapas soporíferas  ¡Dadnos una certidumbre, imbéciles, y moveremos el mundo!

Lo que no saben estos charlatanes es que en la soledad de nuestras casas no estamos tan solos como entre la muchedumbre aborregada. Pensamos, ergo exigiremos. Pagamos su sueldo, no sus indecisiones. Se las cobraremos.     

En el siglo XVIII, durante la cruzada albigense, Arnaud Amaury, legado papal, procedió a asediar la ciudad de Béziers donde habitaban numerosos cátaros. Tras un breve sitio, los cruzados pudieron acceder a su interior y Arnaud Amaury ordenó pasar a cuchillo a todos los habitantes. Cuando los oficiales le hicieron saber al jefe cruzado que entre ellos también había católicos, él insistió: “Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos”.  

Es la vida. Es el realismo inicuo. Es lo que hay. La tragedia solo lo es para quienes la protagonizan; para los demás es pura anécdota, pura comedia, puro morbo que incrementa las audiencias. Los demás son siempre lo de menos. Esta vez, ¡ay!, los demás somos nosotros. A todos nos incumbe el otro. Sin todos no nos salvaremos nadie. Tampoco los políticos, ni las compañías aéreas, ni las televisiones, ni los monopolios. 

Es como si los dioses, ante la indignidad de quienes nos dirigen, amenazaran con pasarnos a todos a cuchillo para que enarbolemos nuestras armas y, una vez terminada la epidemia, nos hagamos inexpugnables con barricadas hodiernas: extrema abstención; organización sin autoridad; telegobierno; en el Congreso una docena de estadistas, como mucho. Las ratas sobran, solo traen peste, rabia e infecciones.

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