Opinión

La adultez joven de la Constitución

Parece que fue ayer, pero ya han pasado cuatro décadas desde que los españoles y españolas aprobamos en referéndum la Constitución actualmente vigente. Hace cuarenta años, el pueblo español apostaba por un futuro mejor: la creación de una sociedad nueva, democrática y tolerante. Esta Constitución, que con tanto esfuerzo logramos construir, tras un largo período de inestabilidad política ha sido el instrumento que nos ha permitido pasar de la dictadura a la democracia y, después, se ha convertido en el eje vertebrador que ha hecho posible la etapa más prolongada de convivencia pacífica, estabilidad democrática y progreso social de nuestra historia contemporánea. Es, pues, lógico que cada 6 de diciembre muchos españoles y muchas españolas expresemos y manifestemos nuestro respeto y nuestro homenaje a una Constitución que se elaboró y aprobó con la firme voluntad de no excluir a nadie. De hecho, nuestra Constitución, en buena medida, es la consecuencia de un pacto entre diferentes.
 Si hoy cada uno/a de nosotros/as somos dueños y dueñas de nuestra voluntad política, si hoy gozamos de la condición de ciudadanos y ciudadanas, es porque en su momento el coraje, la audacia y la determinación de todo un pueblo apostaron por la libertad, la igualdad, la pluralidad, el entendimiento y la solidaridad. España es desde 1978 una democracia constitucional, perfectamente homologable con los regímenes democráticos de otros países de la Unión Europea, de la que forma parte.
 La Constitución actual ha marcado la convivencia democrática de varias generaciones de españoles y españolas que han vivido acontecimientos trascendentales como un intento de golpe de estado, doce elecciones generales, el fin de ETA, el desafío soberanista catalán, o la abdicación de un rey, entre otros muchos.  No es aceptable pues el simplismo de asociarla a una sola generación: la de la Transición. Ya no hay textos vinculados a una generación, como en su día sospecharon, tan equivocadamente, Jefferson y Thomas Paine de la Constitución de Estados Unidos de 1787, vigente, como sabemos, desde entonces.
No obstante, desde hace algún tiempo, se ha puesto de moda en algunos círculos de opinión criticar y minusvalorar tanto nuestra Ley de Leyes como las consecuencias que se han derivado de su vigencia. La crisis económica, la corrupción y el inmovilismo han resultado letales para el interés general. En estos cuarenta años -qué duda cabe-  han sucedido muchas cosas, la sociedad ha evolucionado y reclama cambios. Es verdad que la España de 1978 poco o nada tiene que ver con la de 2018. La transformación de nuestro país en este tiempo ha sido radical y en gran medida positiva. Aunque ello no sea atribuible a la Constitución, es innegable que ese cambio se ha producido dentro del marco constitucional.  Con todo, en nuestros días la ciudadanía ha perdido buena parte de la confianza que había depositado en la política y las instituciones. Y, en mi opinión, eso sucede porque no se ha administrado de la mejor forma posible el legado de los Constituyentes.
 Es comprensible que el paso del tiempo y las disfuncionalidades que se han producido en la aplicación de la Constitución puede aconsejar la conveniencia de revisar, reforzar o añadir aspectos nuevos en su articulado para mantener su validez. Ahora bien, si la reforma de la Constitución no es la panacea para todos los males, sí es la mejor manera de desmontar los argumentos de aquellos que pretenden desmantelarlo todo y la mejor forma de revitalizar el sistema democrático, por lo que merece la pena intentarlo. En suma, la apertura de un procedimiento de reforma constitucional podría configurarse como un valioso instrumento para la regeneración democrática del país y la superación de la crisis institucional en que estamos inmersos. Todas las Constituciones tienen que reformarse o corren peligro de caer en el “anquilosamiento”. Frente a lo que sostienen algunos, modificar la Constitución no es tarea imposible. Nuestra Carta Magna permite y posibilita su propia modificación. No hay razones por tanto para no abordarla.
Los posibles cambios siempre tienen que producirse de acuerdo a los procedimientos que establece el propio texto y no por otros motivos, tan abundantes en estos momentos.  Urge alcanzar el acuerdo, sin sectarismos ideológicos, sin exclusiones, sin avidez de poder; sin utilizar la reforma como arma arrojadiza o como estrategia para excluir o aislar al adversario, y nunca de espaldas al pueblo. Los cambios constitucionales son siempre respuestas a desafíos y riesgos; su conveniencia e incluso necesidad no implica, como es deseable, que deba acometerse sin las garantías y las prevenciones necesarias, lo cual sería incompatible con el rigor que exige.  La reforma es, en sí misma, un mecanismo de garantía y defensa de la propia Norma Fundamental, que, sin excepción,   todos y todas debemos cumplir y hacer cumplir. Sin duda, esa es la mejor contribución que podemos hacer a la Constitución y que hoy, 6 de diciembre, conviene recordar.

(*) Profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Vigo.

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