Opinión

El espacio irreemplazable de Esperanza Aguirre

Sin adornos superfluos ni aspavientos, con la serenidad y el rigor que han caracterizado tanto su compromiso político como su propia vida, uno de los más notables ejemplos del liberalismo ilustrado español entre dos siglos ha presentado, hondamente emocionada por cierto, su renuncia. No es para menos. Esperanza Aguirre y Gil de Biedma, con una dilatada experiencia en el terreno del servicio público y una fructífera carrera política cuajada de hechos sobresalientes, convocaba una comparecencia casi por sorpresa para explicar su deseo de abandonar la primera línea de responsabilidades renunciando tanto a su cargo como presidenta de la Comunidad de Madrid que ostentaba desde 2003 y en el que se ha afianzado con sólidas e incontestables mayorías acrecentadas en cada consulta electoral, como el de presidenta del Partido Popular madrileño, desde cuya atalaya ha contribuido a consolidar la formación a la que ha pertenecido desde 1987 tras una militancia primera en un modesto partido de inspiración liberal con el que se estrenó en el ámbito de las administraciones locales. Con él, y al amparo de UCD, obtuvo escaño en el ayuntamiento madrileño e inició una impecable carrera cuajada de espléndidos logros y marcada por un permanente compromiso en todos y cada uno de los puestos de la más alta responsabilidad en los que ha estado hasta esta fecha, dolorosa sin duda para el ámbito parlamentario y el diálogo institucional. En el recuerdo queda su permanente y brillante tarea como concejala y teniente de Alcaldía en el ayuntamiento de la capital que dio a conocer su habilidad para coordinar esfuerzos y su destacada capacidad de gestión, su paso por el ministerio de Educación y Cultura durante el Gobierno de José María Aznar que abandonó para convertirse en presidenta del Senado en la legislatura siguiente, y su labor inapreciable en la presidencia de la Comunidad de Madrid a la que ha convertido en la más sólida y eficiente de todas las comunidades españolas incluso en estos difíciles momentos económicos y financieros en los que la excelente labor del Gobierno que ha presidido hasta hace apenas un par de fechas, sigue haciendo de Madrid la comunidad más solvente de España y la que encabeza todos los registros positivos.

Desgraciadamente la presidenta colocó el pasado lunes un punto y aparte en su digna trayectoria en el desempeño de una responsabilidad política para con sus ciudadanos y su partido, anunciando una renuncia que ha causado general desolación. No la descabalga una derrota electoral ni una crisis de Gobierno sino el deseo de reorganizar su propia vida para compartir el tiempo con los suyos y recobrar la relación con su familia, a la que probablemente ha dedicado menos horas de las que hubiera deseado y con la que quiere volcarse ahora como esposa, madre y abuela. Para ello hay que aflojar el dogal del debate y atenuar la fuerte condición que ella misma se ha ganado a pulso como referencia de primer orden en su propio partido en el que se ha erigido como uno de sus personajes con mayor arraigo e influencia. Pero una mujer de carácter tan entero y personalidad tan arrolladora, que ha sobrevivido a un accidente de helicóptero, un atentado terrorista y un cáncer, posee también sobrada decisión y se ha ganado el derecho de administrar su intimidad, recobrarla y disfrutarla en la medida que se merece tras treinta años de provechoso y generoso rendimiento.

Con Esperanza Aguirre se va un personaje político de primer nivel justamente ponderado por compañeros de formación y rivales, al que todos sin distinción van a echar de menos. Su habilidad no exenta de agudo sentido del humor, su clarividencia para analizar situaciones, movimientos y corrientes, su enorme capacidad de trabajo y su brillante disposición para gestionar equipos y recursos la convierten en un ejemplo inspirador. Pero sobre todo y más que cualquier otra cosa, a Esperanza Aguirre le ha caracterizado su honestidad, su sentido del deber y su fidelidad a la ciudadanía, virtudes que desarrollan y enmarcan un deseo de servicio al que ha respondido con talento y largueza todos estos años. La ya ex presidenta no necesita de la política para vivir, posee un sólido y bien ganado patrimonio, y seguramente su existencia sería mucho más plácida y confortable si esa vocación política no hubiera irrumpido en su juventud para quedarse.

Por eso, esta marcha va a significar un antes y un después y va a pasarle una delicada factura al Partido Popular. Llenar el hueco que deja es, en estos momentos, imposible. Equilibrar su pérdida y su enorme predicamento es una tarea que su partido no tiene capacidad de afrontar a día de hoy a pesar de las muchas cicatrices que su pujanza le ha ido dejando tras un permanente pulso político desempeñado en su propio ámbito en el que ha mostrado muchas y muy fundadas disidencias con su dirección actual. Pero sus propios opositores, a los que puso en evidencia tantas veces saben el coste que esta renuncia va a tener a corto y a medio plazo. Se va con la serenidad del deber cumplido, por propia voluntad y convencida de que las cosas han de tener su adecuado final. Es su hora.

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