Opinión

Esclavos del horror

Hablando del gobierno y de la libertad, Chateaubriand nos advierte de que un error en el que suelen caer no pocos gobiernos es en el de creer que aumentando sus cotas de poder aumentarán sus fuerzas para poder ejercerlo. Según él, una armadura demasiado pesada inmoviliza a quien la lleva. 
Nunca, desde el comienzo de la democracia, los brazos del poder e incluso, si así lo prefieren, sus tentáculos, habían logrado penetrar tan hasta el interior de las conciencias de los ciudadanos como lo están haciendo ahora. Daría la impresión de que hasta nuestros más íntimos pensamientos estuviesen expuestos a esa minuciosa labor de control que abarca desde la opinión que nos merece facturación del café con leche de media mañana, IVA incluido, ingerido a toda prisa en el bar de siempre, hasta esa rápida incursión realizada en las páginas porno que nos ofrece la red bajo la tensión que causa siempre lo prohibido y la sorpresa que pueden depararnos unas páginas que no sabemos muy bien qué acabarán mostrándonos. No me digan que nunca les ha picado la curiosidad en tal sentido no vaya a ser que me atragante con la risa. 
Los más de nosotros, ante la invasión de un video que nos llega de la mano de Facebook, pensamos que de abrirlo, alguien, en algún lugar, va a tener noticia de ello y va a catalogarnos, incluyéndonos en la composición de no sabemos bien qué algoritmo del que alguien obtendrá consecuencias que, eso ya no lo dudamos, mucho lo que se dice mucho, no han de beneficiarnos.
Hace muchos años que nuestras voces, en el caso nada improbable de que pronunciasen determinadas palabras, podían activar registros y grabaciones que, debidamente procesados, diesen origen a investigaciones y seguimientos que, efectivamente, servirían para velar por la seguridad de todos, pero que también sin duda alguna podrían conducir a errores de los que nada valdría lamentarse.
Ahora todo es mucho más complejo y supongo que los benditos algoritmos serán mucho más sofisticados. No sé a ustedes, pero a mi siempre me llamó la atención la compartida secuencia de las noticias en los telediarios, la coincidencia en su enumeración y tratamiento, el ordenamiento en la catalogación y tratamiento de forma que la opinión que generasen siguiese el mismo orden y cadencia.
Sopeso todo esto que les comento a partir de que la armadura informativa con la que se están recubriendo los gobiernos pudiera empezar a resultarles demasiado pesada llegada la hora de obtener los beneficios colectivos que cabría esperar de ese control tan finamente ejercido sobre todas nuestras conciencias.
Desde hace mes y pico sopeso semanalmente eso que se llama actualidad a fin de cotilleársela a ustedes y, en todo ese tiempo, la secuencia que comenzó con los asesinatos de Charlie Hebdo ha emprendido un camino, sin solución de continuidad aparente, que va desde el primer degollado, pasando por los veintiuno que padecieron igual trance, hasta llegar al primer quemado dentro de una jaula y continuar por los varios que lo fueron dentro de otras tantas; después desembocaría, al menos de momento, en ese pobre joven que acusado de homosexual fue invitado a practicar el vuelo sin motor, iniciándolo en un quinto piso desde el que fue precipitado al vacío.
Ignoro cómo o de qué manera tal secuencia de horrores narrados en los telediarios acabarán por encorsetar la realidad impidiéndole la capacidad de generar la respuesta social buscada por nuestras autoridades. Lo digo por si es cierto lo que avisó Chateaubriand, no sé si exactamente a este respecto, pero que muy bien pudiera ser tenido en cuenta: cuando una nación se convierte en esclava –también del horror y su contemplación, supongo- se forma una cadena de pequeños y contumaces tiranos que va desde la primera de las clase sociales hasta la ultima.
Quiere decirse con esto que podemos acabar siendo esclavos del horror en medida tal que el pasmo que éste nos produjo en un principio acabe por ser asumido, haciéndolo de forma que quede inhibida nuestra capacidad de respuesta. Porque puede que suceda así, puede que nos demos acostumbrado al horror y, al hacerlo, podemos quedar presos en él de forma que quede inhabilitada nuestra capacidad de respuesta.
Los más jóvenes de la tribu no se acordarán, pero los más viejos todavía podemos evocar aquellos días en los que, cuando un asesino de ETA se llevaba a alguien por delante exclamaba, unas veces para sí, pero otras muchas en voz alta: “algo habrá hecho”, y se quedaban tan tranquilos, él y su conciencia. 
Podemos llegar a pensar de modo parecido ante los homosexuales precipitados al vacío, ante las adúlteras lapidadas, ante los rehenes degollados o los pilotos jordanos quemados dentro de una jaula. Ojalá los gobiernos no quieran aumentar su poder y su control sobre la ciudadanía sino incrementar el espíritu crítico y analítico de esta, fomentando la reflexión sobre todo tipo de acontecimientos a los que se ven sometidos nuestras mentes de ciudadanos que habitan en sociedades laicas, en principio colectivamente liberadas de tabúes y homofobias todavía contemplables en individualidades religiosas con poder sobre no pocas conciencias individuales que podrían considerar poco menos que prudente e indicada la “extirpación” de cuerpos extraños amigos de celebrar la vida a fuerza de convocar la muerte.

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