Cartas al director

JESUCRISTO, LA IMAGEN PERFECTA DE LA MISERICORDIA DIVINA

 Los cristianos caminamos detrás de Jesucristo, pero no somos discípulos perfectos, sino que nos reconocemos llenos de miserias y necesitados de volver, una y otra vez, al Padre, como el Hijo pródigo. Sentirnos necesitados de la gracia de Dios, presentarnos ante Él tal como somos, sabedores de su acogida y de su perdón, es una actitud que se opone al puritanismo, más propio de las sectas. El catolicismo no es puritano, porque cree en la Encarnación del Hijo de Dios. ”La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”.(Jn 1, 14).Esta Palabra hecha carne es Jesús y es así como podemos contemplar con nuestros propios ojos cómo Dios mira con compasión a sus criaturas, con su pequeñez, sus pecados y sus fragilidades. Todo el amor y la misericordia de Dios están presentes y resplandecen en Jesucristo. ”El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”.(Jn 14,9). Es como si Dios hubiese necesitado palpar nuestras debilidades, para que al contemplarlas, su corazón se enterneciese y, lleno de compasión. hiciera brotar su misericordia sobre nosotros. La Encarnación del Hijo de Dios vino a restaurar definitivamente la relación de amor de Dios con el hombre, que se había truncado por el pecado. Desde el mismo instante del pecado de Adán y Eva, Dios, en un acto de infinita misericordia, promete un salvador, que no será otro que su propio Hijo, encarnado en la naturaleza humana. Todos sus sentimientos, sus acciones, son pura misericordia para todos los que acuden a Él.
La muerte en la cruz representa el culmen del amor y la compasión de Jesús, su entrega completa por los hombres. El pecho, el corazón de Jesús, traspasado por una lanza, del que sale sangre y agua, queda abierto a todos nosotros, pecadores. Como la manifestación pura del amor es dar la vida, Jesús se entrega completamente, hasta dar la vida por nosotros, para  que nosotros tuviésemos vida eterna. ”Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”(Jn 3, 16)
La cruz de Cristo es, sobre  todo, la manifestación del amor extremo de la Trinidad hacia los hombres, de un amor que nos salva.”Es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos consigo. Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor, ofrece su vida a su Padre por medio del Espíritu Santo, para reparar nuestra desobediencia”(Catecismo, n.614). Jesús en la cruz nos enseña hasta donde se puede llegar por amor a Dios y a los hombres y así nos indica el camino hacia la plenitud humana: amar a Dios y al prójimo. 
Pero los cristianos no nos recreamos en la cruz como símbolo de muerte o de derrota, sino que exaltamos la cruz como victoria sobre el pecado y como prueba suprema del amor de Dios. Un triunfo que culmina con la resurrección de Jesús, con la que Dios  inauguró una vida nueva, poniéndola a disposición de los hombres.
Jesús, al que contemplamos en la cruz, que está vivo y presente en la eucaristía, es la misericordia de Dios personificada hasta el extremo.