Opinión

Hasta que el BOE la prohíba

Si alguien creía que el fin de la obligación de llevar mascarilla anunciada por el Gobierno iba a ser como una estampida de elefantes enardecidos, como un primer día de rebajas de los de antes, como un tsunami imposible, o como la ilusión desbordada por el cobro de opíperas comisiones, se equivocaba. Ni catártica, ni multitudinaria ni imparable.
Después de convivir dos años largos con ese símbolo de la alerta y la anormalidad, el roce hace el cariño y mucha gente se resiste a perder sus caricias en el rostro y la dulce calidez de su protección.  Lejos de llenar piras ardientes en las que ardan a millones y de cruzarnos a cada paso con caras descubiertas radiantes de alegría, continuamos encontrando hasta en la calle más solitaria personas tras la máscara de la precaución o el miedo.

Es muy pronto, es peligroso, irresponsable, una locura dicen. Llevarla es aconsejable y por si acaso, dicen, mientras miran con ojos de espanto a los kamikazes egoístas que arriesgan su vida y la de los demás mientras respiran el mismo aire compartido sin el yelmo salvador. Advierten de las plagas que nos acechan todavía y señalan hacia el cada vez más cercano oriente donde los chinos están cayendo de nuevo como idem, y encerrados a cal y canto desde hace un par de semanas, en aislamiento estricto. Es mejor que nos arrebaten la libertad que la vida, dicen.

Agoreros y sibilas frotan sus bolas de cristal y escudriñan las estrellas y el universo entero en busca de una salida que no ofrece el Real Decreto que quiere certificar el fin de las mascarillas pero que no puede con ellas, porque su hercúlea goma se aferra a la carne y al alma entera de los ya irremediablemente sumisos esclavos de la crisis del Covid19. No les culpo, después de los dos o tres días que iba a durar la alarma sanitaria y la incidencia circunstancial que se iba a sufrir en nuestro país, como para fiarse ahora, ¿no?
Sin embargo, somos muchos también los ilusos y los ingenuos que queremos pasar página sin necesidad de llegar precisamente a la del epílogo final, y volver a sentir el fresco de la mañana en la cara y a reconocer a nuestros amigos sin forzar la vista para encontrarnos con el iris de sus ojos. Muchos los que habiendo respetado incluso a duras penas las medidas de prevención, caminamos ahora vacunados por las mismas calles que los negacionistas. Mi mascarilla, lo reconozco, va en el bolsillo de mi pantalón vaquero, arrugada cual pañuelo usado pero utilizable para casos de emergencia y dispuesta a ser enarbolada de nuevo para dar tranquilidad a cualquier Guardián de la Mascarilla con quien tenga que compartir espacio reducido. Hasta que el Boletín Oficial del Estado la prohíba o el mundo se haya ido a la  mierda definitivamente.

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