Siempe me impresionó y mucho el día de Santos. ¡Y el de Difuntos, más! Desde niño. Y se lo cuento a mis amigos tertulianos. Verán.
Tenía mi abuela una chacha casi familiar que el día anterior al primero de noviembre ya empezaba a limpiar la tumba, sencilla, donde se habían enterrado los difuntos de la rama de mi nombre. Había que limpiarla.
Un mal año, a mi abuela se le ocurrió que me quedase en el paraje, con trece años ?encima-, por si alguien tenía la tentación de llevarse algún jarrón, algún ramo de flores o algún cuadro con la foto de un pariente.
Y Eulalia, -así se llamaba, hermoso nombre, sí, la chacha gorda, gorda-, me llevó hasta el cementerio y me dejó un almuerzo, -empanada y fruta-, para que mientras no viniesen los demás parientes yo vigilase el terreno, la lápida y demás objetos y flores.
Verdaderamente no estuve tranquilo. Y no por los posibles ladrones sino por los imposibles difuntos. (Con los que después andando los años de mi bachillerato de siete cursos me llevé mejor.) Pero ese día, con la empanada y las frutas que debían de tener euforia dentro, se me fue el susto para siempre. Con el tiempo llegué a aprender, de un libro de mi tío periodista y escritor Carbonell y Alsina, algunos poemas de Bécquer. Y recitaba en voz alta ?no había nadie por alli, cercano a la tumba ni al muro-.
Ay,' que solos se quedan los muertos', decía don Gustavo (Adolfo Bécquer, sí) . Y yo me había aprendido aquel bellísimo poema que empezaba con 'cerraron sus ojos' y me sabía alguno más de memoria:
'Allí la combate/ el soplo del cierzo/, del húmedo muro/ tendida en el hueco,/ ¡acaso de frío/ se hielan sus huesos! ¿Vuelve el polvo al polvo?/ ¿Vuela el alma al cielo? ¿Todo es vil materia/ podredumbre y cieno? ¡No sé pero hay algo/ que explicar no puedo,/ que al par nos infunde/ repugnancia y miedo,/ al dejar tan tristes,/ tan solos los muertos!'
No se por que razón tal día como hoy, siempre, además de recordar a mis difuntos, pienso y recreo aquella niña becqueriana que no conocí.
