Opinión

Cada día un milagro en la plaza del Obradoiro

Aseveran quienes de esto entienden realmente que cada día, en la Plaza del Obradoiro, se produce un milagro y un alma se convierte a Dios. Y si no lo creen, pueden preguntárselo a aquel francés descreído, pero devoto de la memoria de su padre, en cuyo nombre (porque el Camino puede hacerse en nombre propio o por la intención y a beneficio del alma de un tercero) se echó la mochila al hombro y sus pasos hacia aquel lejano lugar de la remota Galicia.
Varias veces, cansado y aburrido de su soledad, puesto que no compartía el espíritu de caminantes verdaderos, peregrinos de vocación propia, pensó en volverse; pero el respeto y el cariño por la memoria de su padre lo animaron a seguir. Cuando por fin, después de muchas jornadas y penalidades (pues añoraba las comodidades de su vida de burgués parisino) alcanzó la plaza del Obradoiro, sintió que algo profundo se conmovía en su interior, aunque respiró aliviado por haber terminado el engorroso encargo. No obstante, faltaba el rito final de traspasar la Puerta Santa, tocar la columna sagrada y abrazar al Apóstol. Apenas unos metros antes de la escalinata monumental, nuestro hombre se detuvo y pensó en su padre: “Bueno, ya estoy aquí, papá. Ahora, en tu nombre haré lo que me mandaste”. 
Fue entonces cuando el forzado peregrino reparó en la silueta de un vagabundo de inequívoco aspecto de trotamundos, poblada barba, sombrero de campesino, guardado todo él por un raído abrigo, quien, recostado contra la noble pared de la fachada principal de la catedral, se entretenía en arrancar unas irreconocibles notas de un viejos saxofón. De repente, mientras el francés pensaba en su padre, su mirada se cruzó con la del vagabundo, quien le sonrió. Y fue entonces que aquel pordiosero, sin dejar de sonreir, y como su propio padre hacía con frecuencia cuando era niño, comenzó a interpretar una hermosa canción infantil francesa, que hacía mucho tiempo que creía haber olvidado. Aquella música, que sonaba perfecta y dulcísima devolvía a nuestro personaje a los felices días de su infancia. Era como si su propio padre estuviera presente. La turbación del francés fue tan intensa que quedó como clavado, con la mano extendida hacia aquel vagabundo que, sin darle tiempo a reaccionar, y tras dirigirle un guiño de afecto, desapareció ante sus ojos.
Cuando por fin pudo moverse, lo buscó por la plaza y preguntó insistentemente por él a los habituales del lugar. Nadie lo había visto nunca, nadie recordaba haber visto jamás a un individuo como el que el francés describía. Por fin, cuando rendido y emocionado, cruzó la Puerta Santa era un hombre distinto. Con la devoción del peregrino de corazón, posó su mano en la sagrada columna, donde las huellas de miles de caminantes han ido horadando la dura piedra de Galicia. Y cuando llegó al camarín del Apóstol, abrazó llorando la esclavina del Hijo del Trueno, convertido ya en un hombre nuevo, un hombre que cada año Santo Jacobeo, hasta su muerte, vuelve y volverá a Galicia. Del vagabundo nunca más a vuelto a saberse nada, pero en las tabernas del Franco y en la vieja calle del Preguntoiro se cuenta que estas son cosas de nuestro Señor Santiago, que de vez en cuando se da una vuelta de tal guisa para recibir en persona a los peregrinos de limpio corazón que lo visitan.
«Los confines entre lo real y lo imaginario se desvanecen», escribe Américo Castro en” La realidad histórica de España” (Madrid, 1954), «cuando lo imaginado se incorpora al proceso mismo de la existencia colectiva. Cuando lo imaginado en uno de estos sueños es aceptado como verdad por millones de gentes, entonces el sueño se hace vida, y la vida, sueño». (…..) Santi Yagüe (Santiago) será entronizado anti-Mahoma y su santuario compostelano se convertirá en la anti-Caaba. Dicha mutación confiere a la leyenda su carácter definitivo. Compostela pasa a ser el punto de convergencia de la cristiandad militante en oposición a La Meca, y la popular romería del Camino de Santiago, la réplica franca y galaico-leonesa al haÿÿ (la santa peregrinación musulmana). 
Decía Américo Castro que el mito o la creación literaria son elementos que ayuda a configurar el concepto romántico de nación. Con frecuencia la conciencia nacional está vinculada a la literatura. Finlandia se la debe a las baladas heroicas de sus héroes mitológicos ¿Y qué decir de los británicos, de las leyendas artúricas, de Scott, cuyas novelas propugnan la unificación nacional, como Ivanhoe (1819)? ¿Valen esos mitos y no nuestro Santiago? ¿Vale creer que Mahoma –como millones creen- subió al cielo en un caballo blanco, pero negamos al tiempo que también era blanco el caballo (mitológico) de Santiago?

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