Opinión

Dentro del Gran Hermano estatal

Los asesores fiscales deben denunciar desde el viernes a sus propios clientes al Fisco si sospechan de operaciones transfronterizas con “indicios de ingeniería fiscal”. El Gobierno ha completado vía real-decreto la transposición de la directiva europea DAC6, que en la práctica fuerza a delatar acciones que, como reconoce Hacienda en el preámbulo de la ley, no tienen porque ser defraudatorias o elusivas. En nombre de la lucha contra el fraude ya anticipamos el posible delito: a vigilarse y desconfiar por encima incluso del secreto profesional. 
Esta nueva obligación, recurrida por la Asociación Española de Asesores Fiscales (Aedaf) a la Audiencia Nacional y al Supremo por errores técnicos y una polémica retroactividad, sería solo algo episódico si no siguiese una desasosegante tendencia acelerada con fuerza en esta pandemia, en la que nuestros gobernantes han animado a la población a convertirse en el cotilla que espía detrás de la puerta a ver cómo, cuándo y con quién llega el vecino del 3ºD. Por eso invitaron a chivarse del que se atreviese a confinar en su segunda vivienda -pagada con su trabajo y mantenida con sus impuestos-, por eso los hosteleros se han visto obligados a convertirse en la policía de la mascarilla con sus clientes y por eso se expande por las calles una viscosa moralina mezcla de beatería carca, cursillo de la Stasi y distopía de Philip K. Dick. Siempre, faltaría más, empujados por el interés general que permite monitorizarnos y amputar libertades amparados en una excepcionalidad convertida en norma. Porque si la teoría describe cómo el Estado aprovecha cualquier crisis para expandirse, imaginen lo que ha ido pasando con los espacios liberados por la población encerrada en sus casas para frenar al covid. El resultado lo resumió hace unos días la Red Europea de Observatorios Corporativas señalando a España como uno de los países europeos en los que el coronavirus -y la seguridad pública- han servido de pretexto para estandarizar el uso estatal de instrumentos tecnológicos y legislativos con potencial para comprometer la privacidad ciudadana y el ejercicio de los derechos civiles. Ahí se cuelan la ley mordaza digital, los sistemas de videovigilancia en espacios públicos, el reconocimiento automático de matrículas o los programas de ciberespionaje gubernamental. 
Muchas veces semeja que la tensión con la que observan los Estados a las grandes tecnológicas solo esconde una carrera para ver quién amasa mejor nuestros datos dentro del capitalismo de la vigilancia. Y esta desconfianza al Leviatán crece irremediablemente en un país como España, en el que el Gobierno demuestra cada semana su concepción cesarista y opaca del poder. Lo ha alertado el Tribunal Constitucional al tumbar el jueves la inclusión de Iván Redondo y Pablo Iglesias en la comisión delegada del CNI gracias a una disposición anexada al decreto-ley del 20 de marzo del 2020 “de medidas urgentes extraordinarias para hacer frente al impacto económico y social del covid”. Más allá de la sentencia en diferido -¡un año entero para decidir!- es muy revelador cómo cualquier excusa es buena para manosear las instituciones; y por eso no deja ser irónico que Hacienda defienda esta normativa para los intermediarios fiscales reivindicando “transparencia” a la vez que el Gobierno escapa sin ningún rubor al Congreso, se maneja de forma autoritaria vía decretazo y regatea información a los medios. Otra cosa es reconocer la habilidad sanchista para bifurcarse y hablar de algo mientras hace justo lo contrario: ahí está hoy el presidente recitando cifras de vacunas y millones europeos y diciendo que “nadie quedará atrás” mientras en retaguardia se acumulan los hachazos contra la clase media. El problema para La Moncloa es que, leídas las elecciones en Madrid, pese a todo el humo propagandístico y las absurdas batallas culturales la ciudadanía parece haberle encontrado la carta marcada al tahúr.

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