Opinión

El coste del verdadero teatro pandémico

El concepto de teatro pandémico triunfó para señalar todas esas acciones anticovid que se siguen haciendo a pesar de no tener base científica. Ahí está fumigar las calles, limpiar compulsivamente las superficies o instalar arcos desinfectantes. Trece meses después del inicio de esta pesadilla, parece tan oportuno revisarlas como ampliar el escenario al resto de medidas que han ido tomando los gobernantes españoles sin ese mismo respeto por la ciencia -o la Constitución- pero con efectos bastante más perversos que medirte la temperatura antes de entrar en un local. Porque si los gestos placebo otorgan al ciudadano una falsa sensación de seguridad, lo que genera un completo sentimiento de fragilidad es comprobar con qué sencillez la gestión pública de la pandemia puede moverse por criterios partidistas, irracionales o improvisados. 
Por lo visto, la humanidad ha tardado menos tiempo en diseñar una vacuna contra el coronavirus que España en lograr una respuesta común contra esta enfermedad: este país acostumbra a dar un paso al frente y dos laterales gracias a esa cogobernanza sanchista que siempre ha significado compartir la erosión y evadir responsabilidades. El objetivo era tan evidente como previsible el desenlace: cada día crece el descrédito y la sombra del oportunismo se cierne sobre decisiones que deberían estar alejadas del juego político. Cómo no desconfiar de que algo tan importante como prorrogar o no el estado de alarma está influido por las elecciones madrileñas después de atender a la dimisión del ministro de Sanidad para irse de candidato, la organización de mociones de censura desde la Moncloa o ver a Sánchez lanzándose a la guerra contra Ayuso mientras patrimonializa la vacunación, la única campaña que sí se debería haber convocado este año y que también ha terminado corroída por el guion pandémico. A ver quién logra entender el criterio que explica que las autonomías usen diferentes pautas en la inmunización y, sobre todo, dónde acaba el principio de prudencia en la irresponsable gestión del caso AstroZeneca y dónde empieza el simple pánico de los que en lugar de confianza llevan semanas obviando a la ciencia e inoculando desorientación a una sociedad extenuada. 
Pero incluso ha sido todavía más grave comprobar con qué ligereza se han podido restringir libertades blindadas en la teoría. Sí, la irrupción del covid pudo explicar que el ciudadano aceptase ciertas situaciones como el confinamiento domiciliario en base a un paraguas legal usado para restringir derechos fundamentales y con un encaje algo dudoso si atendemos a los dictámenes jurídicos. Pero cuando el 9 de mayo se agote el actual estado de alarma los españoles habremos pasado 294 de los últimos 420 días bajo la excepcionalidad democrática y se generan serias dudas sobre si esta situación de completa anormalidad -prorrogada durante medio año sin pasar por el Congreso- ha estado realmente justificada o, como ha deslizado el Consejo de Estado, solo escondía la incapacidad del Gobierno para articular una legislación alternativa. Lo peor es que tras normalizar que con la misma incidencia del virus un bar pueda abrir en Madrid y no en León ahora parecemos encaminados a intensificar este caos repitiendo la experiencia del verano pasado: solo un feliz acelerón de las vacunas impedirá que un hipotético repunte de casos nos devuelva otra esquizofrénica ensalada de restricciones, con el alto tribunal murciano tumbando el mismo confinamiento perimetral validado por el andaluz y presidentes autonómicos rivalizando por ser el pepito grillo pandémico y socializar las culpas. 
Esta sorprendente capacidad del virus para infectar nuestras garantías básicas también se ha apreciado al leer cómo una simple nota del Ministerio de Interior validaba la inconstitucional “patada en la puerta” para irrumpir en un piso sin autorización judicial a frenar una fiesta, saltándose la inviolabilidad del domicilio y evitando separar entre infracción administrativa y delito flagrante. Que una pandemia pueda justificar este abuso del Estado es tan abominable como la falta de escrúpulos de nuestros políticos en la invitación a delatar al vecino si llega a su segunda residencia del pueblo. Esta arbitrariedad alcanzó su clímax con la ley de las mascarillas: el Gobierno y las autonomías pactan cómo incumplir la legislación que acaban de aprobar tras una tramitación de nueve meses en lugar de modificarla según las normas. Al vecino le queda la duda de si nuestros diputados y senadores leen realmente lo que van a validar y en base a qué dictamen científico se puede explicar la obligatoriedad de llevar el cubreboca si paseo solo por un monte o, ya de paso, cómo no puedo usar una PCR para visitar a mi familia a otra CCAA pero un turista extranjero puede servirse de esta prueba en su viaje a Mallorca. 
En este teatro, todos los atropellos al sentido común quedan convenientemente sepultados bajo la mascarilla de nuestros gobernantes. “No hagamos política del coronavirus” es la socorrida frase que sirve para evadir cualquier fiscalización a la vez que, por supuesto, vemos cómo unos y otros instrumentalizan el virus hasta como bochornoso cuchillo electoral. De verdad, basta ya. Porque por desgracia no parece complicado vincular este clima tóxico con que, 100.000 muertos después, España esté en la avanzadilla de casi todos los indicadores negativos: tardanza en aplicar las restricciones en la primera ola, duración del confinamiento más estricto, daño a la economía, lentitud en las ayudas, retraso en la vacunación de los más vulnerables o impacto en la salud mental. Hoy aterra pensar que las disfunciones de los responsables de contener esta pandemia estén agrandando las heridas en lugar de ayudar a suturarlas cuanto antes.

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