Opinión

Salsa alipori

Hay una escena de Yes, Minister en la que el gobernante le cuenta a su secretario que The Sun le ha pedido fotografiarse con los burros de una granja escuela. El ayudante le previene de que The Sun podría titular «Jim Hacker con los de su especie» o «Jim Hacker en el Consejo de Ministros». A los políticos patrios les iría mejor con estos asesores de ficción que con sus consejeros reales, empeñados en disfrazarlos para que alardeen de lo que no son, quizá ante la imposibilidad de que puedan presumir de lo que son. Y así les redactan discursos tuiterizados, con referencias de lecturas que no tienen y palabras rebuscadas, pues la verdad se dice con términos familiares. No los disuaden de anunciar candidatura con vídeos que parecen invitaciones al Imaginarium, ni de inspirarse en Shakira para sus eslóganes, ni de retratarse en revistas con aires de (Lyn)Don Johnson. Alguien debería advertir a los políticos de que posar en revistas de moda y belleza no los convierte en modernos ni deseables, como tatuarse cejas grouchescas no nos transforma en Cara Delevingne.

Para hacer el ridículo no necesita el político de asesores. De hecho, tan ligado está el patetismo a su proceder que la población no espera de la clase política otra cosa que la autoparodia. Ahí tienen a Revilla, que no se sabe si es presidente o mosca de la tele, cantándole a un enfermo en un hospital, queriendo inaugurar el suicidio asistido por canción. Caer en el ridículo ya no es para el político un viaje sin retorno, como sostenía Perón; ni siquiera uno de ida y vuelta, sino un bonobús. La vergüenza es un semáforo en rojo portátil que el candidato apaga en campaña para humanizarse con gran inhumanidad, de modo que al ciudadano no le queda más remedio que tomarse las patatas con alipori. Si se trata de dar gusto al pueblo, aprendan de aquel asesor de Nixon que, para aquietar el descontento por la guerra de Vietnam, sugirió poner a la gente a copular, esto es, erecciones generales.

Para contrapesar su amor propio, en lugar de rodearse de pelotas, podría el político acompañarse de tocapelotas fuera y dentro de casa. Camba opinaba que la mujer de un escritor no debería leer nunca las obras de su marido, no tanto por la posibilidad de que lo despreciara como por la posibilidad de que lo admirara. «¿Se imaginan ustedes la tragedia del escritor admirado en su casa?». Para evitar el horror del político admirado en casa, debería asignársele una suegra de oficio, una suegra prototípica, o una de esas personas que se jactan de decir siempre la verdad y suelen olvidarse de las verdades agradables. Un crítico insobornable que no le permitiera dolerse como Calimero cuando el adversario tergiversara sus palabras, ni electolatinear con El Tiburón, máxime si se el político está dotado de una cadera centrista, que no admite el balanceo a izquierda o derecha. Urgen gabineteros conscientes de que la manera más inteligente de conseguir llamar la atención en tiempos exhibicionistas es no exhibirse. La mejor campaña en la era de la autopromoción permanente es la que no se hace.

En Saturday Night Live imaginaron «Abilify», un medicamento que destruiría la parte dañada del cerebro que dice «voy a ser presidente». Tampoco vendría mal un suplemento en cápsulas del infravalorado sentido de ridículo, que tantas veces compensa la carencia de otro sentido: el común.

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